El dinero no es una sola cosa. Es, potencialmente, todas las cosas. Y por eso no es nada. La filosofía de un viejo anarquista es la antítesis perfecta del gurú de las finanzas: el dinero es todo. En esa tensión se debate Fortuna, la sensacional novela de Hernán Díaz que ganó el premio Pulitzer de ficción este año.
El dinero no es una sola cosa. Es, potencialmente, todas las cosas. Y por eso no es nada. La filosofía de un viejo anarquista es la antítesis perfecta del gurú de las finanzas: el dinero es todo. En esa tensión se debate Fortuna, la sensacional novela de Hernán Díaz que ganó el premio Pulitzer de ficción este año: él es un escritor argentino criado en Suecia y radicado en Nueva York, que escribe en inglés y disecciona el ethos norteamericano. Porque si el dinero es, como dijo Marx y repite el viejo anarquista, el dios de los bienes de consumo, esa ciudad, con la que sueño cada vez que despierto, es su ciudad santa.
Se dijo que, más que un libro, Fortuna es un rompecabezas literario: la novela recoge versiones que se complementan o contradicen sobre las piezas de la vida de un gurú de las finanzas, un personaje central pero elusivo en la realidad estadounidense de los años 20 como fueron Henry Ford, Andrew Carnegie, Theodore Roosevelt o Calvin Coolidge, quien dijo: “El negocio de América son los negocios”. Es un libro que hace bien: dividido en cuatro partes alrededor de las existencias del mismo hombre (una biografía novelada, un esbozo de sus memorias, los escritos de su secretaria y el diario personal de su esposa), la suma es reveladora sobre la filosofía de los Estados Unidos, la gran potencia del siglo XX, y la génesis del ultracapitalismo. El título original de la novela resume, mejor en inglés que en español, los dobleces de la historia: Trust, que se traduce como fideicomiso o crédito, pero también como confianza.
El personaje central es el dinero: cómo tenerlo, cuidarlo, entenderlo, multiplicarlo o, según la mirada del antagonista, cómo odiarlo. Si es cierto que el dólar es una esencia divina que puede encarnarse en cualquier manifestación concreta, aquí toma la forma de los rascacielos de Manhattan en sus años fundacionales, cuando se pusieron las piedras basales del Empire State o el edificio Chrysler, y las oficinas de Wall Street alumbraron millones diarios. En la Xanadu de cemento, el gurú hace y nunca deshace. Puesto a autointerpretar, Díaz dice que su novela habla sobre la cuestión de la voz: la narración coral repara una injusticia histórica al dar letra a las mujeres (siempre ajenas al mundo de las finanzas, recién se admitió la primera en la Bolsa neoyorquina en 1975), los anarquistas o los italianos, que eran percibidos como forajidos. El dinero es el centro y se narra desde los márgenes. Los que lo tienen no lo explican así como en el Corán no hay camellos.
“De lo que hablo es de la resistencia del individuo”, dice el gurú: “La fortaleza. Hay un hecho central que se tiene que entender: todo lo que he hecho, lo he hecho por mi cuenta. Solo. Sin ayuda de nadie”. Ciudad de los sueños y las pesadillas, Nueva York es la más literaria de todas las metrópolis del mundo. No existe otro escenario posible para una épica como la de Fortuna: corazón del imperio financiero, acaso el único lugar donde se cumple la máxima meritócrata: “Si puedo hacerlo allí, lo haré en cualquier parte”.
¿Y el café?
Quintaesencia de la adicción estadounidense por la cafeína, el café americano es fruto de un limbo geográfico: nació en Europa, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los soldados yanquis pedían a los italianos que agreguen un poco de agua a su espresso reconcentrado. De eso mismo se trata: preparado en todas las cafeterías del mundo, el americano es un café con una dosis simple de espresso (aunque a veces se usa una carga doble) a la que se agrega agua caliente para hacerlo más liviano y se sirve en una taza de mayor capacidad que la del espresso. Sí, el típico jarrito.
La nueva edición de El amparo, de Gustavo Ferreyra, vuelve para los lectores que se perdieron la fábula que revierte la máxima de Bartleby: si Adolfo pudiera decir una sola cosa, diría “preferiría sí hacerlo”.
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