Echale la culpa a Río

Las islas, del escritor peruano Carlos Yushimito, es otro para la saga de libros que hacen bien. Ocho cuentos entre los morros y las favelas que rodean Río de Janeiro, con historias de protagonistas tan marginales como adorables.

Por Nicolás Artusi

Sep 1, 2024

Leo Las islas durante un viaje reciente a Brasil y, admirado por la vastedad del país vecino, recuerdo lo que me dijo hace años un escritor conocido: aun bien unido a Sudamérica, Brasil es insular o, más bien, un universo en sí mismo. Es un país con tamaño y espíritu de continente. Mi paseo recorre mi paisaje favorito (las fincas cafetaleras del interior profundo), pero el libro del escritor peruano Carlos Yushimito sucede en los márgenes. En sus ocho cuentos, los morros y las favelas que rodean Río de Janeiro son un territorio neblinoso, casi fantasmagórico: “Un líquido coloidal, similar a la niebla, parecía derramarse por encima de las casas y las hacía flotar entre la lluvia como náufragos que resistiesen, apoyados unos contra otros, sobre trozos de madera”.

Para esta saga de libros que hacen bien, Yushimito, un peruano de ascendencia japonesa que estudió en los Estados Unidos y vive en Chile, aporta la dignidad de sus personajes incluso en medio de las penurias (“las desgracias nunca son puntuales, pero siempre acaban por aparecer”). Sus criaturas son marginales adorables como los de Tiempos violentos, la película de Tarantino: prostitutas, proxenetas, dependientes de almacén, asesinos a sueldo, narcos, primos falsos, sicarios y bandoleros de medio pelo que quieren llegar temprano a casa para no perderse el último capítulo de la telenovela de Globo. Es que hasta el más pintado resulta un romántico empedernido: “Siempre ha estado acatarrado con ese virus de espanto que, según la perspectiva de quien lo mire, algunos llaman amor, y que yo, en cambio, llamo ocio”, escribe Yushimito y cada aventura de sus antihéroes resume alguna clase de epifanía vital: el amor, el sexo, la familia, el trabajo, la violencia, la venganza y finalmente la muerte completan la elipsis de una ciudad (un país, diría yo, o una isla) que funciona tras el estruendo de un big bang propio, un universo llamado Brasil. Ninguno es malo porque quiere: la culpa es de la belleza y la fealdad exuberantes que los rodean.

Si es cierto que “la suerte que tenemos siempre se la quitamos a otro”, en Las islas se sacan los ojos por un vaso de cachaça o una lonja de marisco durante una pesadilla carioca. Los sueños son así, como el pulpo, que distrae con su tinta negra mientras escapa y se aleja, pero nos deja sucios con toda la mierda que tenía adentro. El tono onírico de Yushimito se expresa en ese líquido amarillo que dan las luces rubias y que caen como miel derretida sobre las calles y las casas, tiñendo la ciudad maravillosa de un tono de fábula. El viaje va llegando al final y ya tengo morriña, como la que uno tiene cuando se acaba un buen libro: si es cierto lo que dijo Adolfo Bioy Casares, que los brasileños resolvieron jugar a las similitudes y no a las diferencias y que a todos los humanos los encuentran parecidos a ellos, sé que cada vez que vuelva me dirán “bem-vindo!”.

¿Y el café?

Gigante con pies de pentacampeón, Brasil es el principal productor de café en el mundo: tiene casi la tercera parte del mercado mientras otros setenta y nueve países se reparten el resto. Es imposible cruzar el territorio sin toparse con las plantas de la especie Robusta en el norte o de la Arábica en el sur y si la magnitud continental de sus tierras admite el universo completo del café (hay excelentes, buenos, regulares, malos y… muy malos), la variedad autóctona Mundo Novo confirma la vocación brasileña de crear un mundo nuevo de este lado del océano.

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