Sobre gustos no hay nada escrito: no existe frase más zonza ni mentirosa porque sobre gustos es de lo que más se escribió. Desde la Fisiología del gusto, el evangelio gastronómico del francés Jean Anthelme Brillat-Savarin que compiló las mayores meditaciones sobre la gastronomía trascendental, hasta Mordiendo en el vacío, la novela del argentino Juan Pablo Cantini que presenta a un antihéroe improbable: un crítico gastronómico que padece anosmia congénita. No tiene olfato ni gusto. En la antípoda de El perfume, la tragedia del hombre que no podía dejar de oler así como Funes no podía dejar de recordar, el crítico Adil es un gran simulador y un infeliz persistente: anclado en el pasado, no para de buscar ese sabor que lo haga sentir.
“¿Cómo puede ser que guste tanto el sabor amargo? Imaginar lo dulce me resulta más fácil”, se dice Adil, con la voluntad del daltónico que corrige los colores del semáforo. En su impotencia, él clasifica las comidas por colores (“quiero rojo, no rosa”, exige al mozo que le ofrece un trago) o por texturas: los sentidos de la vista y el tacto no le están vedados. El problema es que Adil es venal y despiadado y no encuentra la redención de Anton Ego frente al plato de ratatouille: se dijo que la novela de Cantini parece una exploración de Bret Easton Ellis por Buenos Aires y sus alrededores, especialmente los del norte, donde el crítico visita los restaurantes con el ansia de un psicópata sudamericano. Si es cierto que “todos los pueblos tienen a su Pennywise”, los modales del buen vivir no alcanzan a disimular la mueca siniestra del payaso asesino.
En su primera novela, Cantini compone un paisaje reconocible pero alucinado: un festín desnudo. Entre los atracones de morfi y cocaína, Adil es el vecino que no querríamos que ocupe el monoambiente de al lado, pero sus recuerdos nos permiten intuir el pasado del hombre que es: un pibe al que se le murió el hermanito, abandonado por el padre, ignorado por la madre y consentido por el abuelo. ¿Cómo será crecer sin reconocer el aroma ni el sabor de la Coca-Cola, los sanguchitos de miga, las papas fritas o el turrón crocante? “Mi abuelo me esperaba con una merienda que parecía un cumpleaños. A él no le importaba mi anosmia congénita, ni mi falta de gusto. Se esmeraba igual. Creía que, si los médicos no podían explicar con exactitud las causas del trastorno, tampoco podían asegurar que no tuviera cura. El viejo era obstinado y creía que todo tenía solución. Que un buen día, yo podría oler y degustar una comida como cualquier otra persona”. La ciencia médica nos dice que los humanos recordamos el 1 por ciento de lo que tocamos, el 5 por ciento de lo que vemos y el 35 por ciento de lo que olemos. Si el olfato es el gran selector de los recuerdos, porque es el sentido más vinculado con el sistema límbico del cerebro que ordena la memoria y clasifica las emociones, un hombre sin olfato es un hombre sin infancia, ni patria.
“Ya no soy un crítico gastronómico, soy un payaso que hubiese querido ser trapecista pero que tiene miedo a las alturas”: en el trauma, Adil finge. Como un Pennywise de San Isidro, ignora el gusto del bife o el raviol, pero sabe que todo lo que prueba huele a peligro.
¿Y el café?
Como en la degustación de cualquier comida o bebida, la del café tiene el olfato como herramienta principal: el cerebro humano puede percibir unos diez mil aromas diferentes que, puestos en contexto, despiertan humores, sensaciones y emociones antiguas. Aun sin un lenguaje propio, porque el olfato toma sus descripciones de otros sentidos (“perfume suave, ácido, amargo…”), es el gran organizador de la experiencia de tomar. ¿Qué servirle entonces a un bebedor sin olfato? Un vasote de café instantáneo… sin sabor ni fragancia.