“Naciste ayer por la tarde y todo salió bien, aunque llegaste con más de un mes de antelación”, escribe el padre, insomne en una habitación del hospital de Helsingborg. Es el punto máximo del clímax de En invierno, el segundo volumen de la tetralogía del Cuarteto de las estaciones con el que el escritor noruego Karl Ove Knausgård se propuso contar el mundo a su hija recién nacida (y más adelante, a la beba que lacta y a la niña que gatea, pero falta para eso). Si mi voluntad lectora me condujo a empezar En otoño el mismísimo 21 de marzo, ni un día antes ni un día después, mi manía obsesiva se propone completar el ciclo literario vital y este 21 de junio empezar En invierno como una conjura contra la estación más melancólica.
Claro que no se puede comparar el invierno porteño con el noruego: la nieve que rodea el despacho de su casa en un bosquecito nórdico pone a Knausgård de un humor lunar propio del que tiene apenas cuatro horas de sol por día. Eso aligera el tono discursivo del macho alfa de la literatura escandinava (algo muy deseable en esta saga de libros que hacen bien): el asombro casi virginal con el que explica la primera nieve, el sexo, los botines de fútbol, los trenes o los cepillos de dientes aleja a Knausgård del onanismo intelectual de alguien que habla, y escribe, únicamente de sí mismo (los seis tomos de Mi lucha, más de tres mil páginas con una taxonomía de sus recuerdos). La inminencia de una nueva vida desplaza al hombre de la obsesión por la suya propia y, aunque eso sea una carga muy pesada para cualquier hijo, es lo que alivia o redime al padre.
En The New York Times, la crítica literaria Sarah Manguso escribió: “Los fans de Mi lucha se encontrarán con que las piezas elegantemente articuladas de En invierno están escritas por un narrador más sosegado”. El lugar común anima a hablar del “otoño del patriarca” pero aquí se evitan los latiguillos y además ésa es otra estación. A través de su descripción de los sonidos invernales, el frío, los regalos navideños y la figura aterradora de Papá Noel (“me di cuenta de lo escalofriante que parecía, en medio de todo lo conocido, con esa grotesca máscara cubriéndola la cara”), el padre cuenta el mundo a su hija, o por lo menos cómo lo ve él bajo la luz amarillenta de una bombita agónica en medio de una noche que dura veinte horas.
La última de estas pequeñas piezas (no más de dos o tres páginas cada una) se llama “Ventanas”: más que una memoria técnica de las aberturas de madera o aluminio, es un cierre esperanzado. “Una de las funciones más importantes de las casas es neutralizar el tiempo, crear un lugar donde el viento no muerde, la lluvia y la nieve no llegan, y que no está sometido al ascenso o descenso de las temperaturas”, escribe Knausgård, que a través de esas ventanas empieza a vislumbrar el color de la primavera porque, como dijo un poeta: “Toda vida humana tiene sus estaciones, y no hay caos interior que dure indefinidamente. El invierno no dura siempre. También existen el verano y la primavera, y aunque a veces, cuando las ramas siguen oscuras y la tierra se resquebraja con el hielo, llega uno a pensar que nunca van a llegar, esa primavera y ese verano llegan, llegan siempre”.
¿Y el café?
Una receta de café noruego desafía el estómago sensible. En un bowl hay que poner tres cucharadas de café molido… y un huevo. Mezclar bien y verter el preparado en un recipiente con dos vasos de agua casi hervida. Cocer durante tres minutos. Agregar un vaso de agua fría, filtrar con un colador y verter la mezcla en una botella de cristal. Dicen que se puede tomar caliente o frío: todavía no me animé, lo haré cuando viva en un bosquecito nórdico.