“Estamos aislados y a kilómetros de distancia”. ¿Se puede estar tan lejos de otro con el que se comparte una habitación de claustro? Lucas y Javier pasan el aislamiento obligatorio de la cuarentena en el convento de las monjas de un pueblito cordobés mientras esperan para ver a la familia de uno de ellos. En San José dormido, la bellísima novela de José Ignacio Scasserra que ganó el último premio Futurock, la pandemia es el contexto para una fábula sobre el amor y la familia, el deseo y la religión. Las novelas valiosas narran un viaje aunque el entorno sea estático: este par de pájaros levanta vuelo en diez metros cuadrados bajo techo.
“Manuel Puig”, me responde Scasserra cuando le hago una pregunta zonza (“¿qué escritor te inspiró para escribir esta novela?”) y la respuesta se intuye con nitidez al escuchar los diálogos que leo. “Se requiere una enorme pericia para escribir una novela con mucho diálogo sin que se note la complejidad”, dijo Julián López, uno de los jurados del concurso. Encerrados en el espacio extraño, Lucas y Javier hablan. Discuten las rencillas de la convivencia forzada, admiran los platos caseros que preparan las monjas, se intrigan por un pequeño misterio, recuerdan los episodios importantes del pasado… y así, Jovita, el pueblo cordobés, se inscribe en la ruta literaria que parte desde Coronel Vallejos (el pueblo con el que Puig camufló a General Villegas) y marca un mojón donde la charla se convierte en literatura. “Imaginé dos semanas de aislamiento culeando, mirando la pampa cordobesa, no este claustro de diez metros cuadrados, con camas cucheta, un crucifijo y un santo mirándome desde la pared”, se queja Lucas, aun ignorante de la posibilidad del milagro. “San José es el santo durmido”, dice más adelante la monja italiana Giampiera: “Ne’l evangelio aparece durmiendo casi siempre. Incluso en su muerte”. Esposo sin cópula y padre sin hijo, San José es el protector de la familia y de la buena muerte: se lleva dormido al que está en paz.
Aun infiel, pecador o descreído (“monjas trolas, convento de mierda, pocilga de chupacirios”, escribe Lucas en su cuaderno para expiar traumas del pasado), puede encontrar su patrono en cualquier lugar o momento: San José, prodigio de discreción y paciencia, protege hasta con los ojos cerrados. Hay esperanza. Entre cuatro paredes, incluso con el aire viciado contaminado por la oración, Lucas descubre que existe la cura. Misterio de la fe. Y si es cierto que “no hacemos más que contarnos mentiras para sobrevivir”, aquello que sucede a la credulidad es la creencia verdadera. En definitiva, como dijo Scasserra, “el tema central es la fe”.
¿Y el café?
“Abre la puerta de la habitación de al lado”, cuenta Lucas, apóstol de la narración: “Nos sentamos a desayunar. El café está buenísimo”. Amén. Se sabe que la Iglesia y el café tuvieron una relación cercana durante los últimos… siglos. Hace quinientos años, el papa Clemente VIII bautizó la infusión (“sería pecado dejar a los descreídos una bebida tan deliciosa… ¡venzamos a Satanás impartiéndole bendición, para hacer de ésta una bebida verdaderamente cristiana!”) y una de las cosas que el fallecido papa Francisco adoraba en la Ciudad Eterna eran sus cafecitos: “Me gusta caminar por las callecitas de Roma y tomarme un ristretto, apoyado detrás de la barra de una cafetería”. Menos litúrgica que el vino, el café es una bebida sagrada: preparen una taza bien cargada para que San José despierte.