Como en cada vez que tiene la ocasión, el papa Francisco aprovechó el Ángelus de este domingo para pedir por la liberación de los rehenes de Haití, cuya región está atravesando desde finales de febrero un ataque terrorista con secuestros producto de la unión entre las bandas criminales.
El sumo pontífice, que se está recuperando de un problema de salud, rezó para que la isla caribeña «se convierta en un país con instituciones sólidas, capaz de devolver el orden y la tranquilidad a sus ciudadanos«.
Y añadió: «Hago un llamamiento para que se libere cuanto antes a los otros dos religiosos y a todos los que siguen secuestrados en ese querido país probado por tanta violencia. Hago un llamamiento a todos los actores políticos sociales para que abandonen todos los intereses creados y se comprometan solidariamente en la búsqueda del bien común, apoyando una transición pacífica hacia un país que, con la ayuda de la comunidad internacional, se dote de instituciones sólidas, capaces de devolver el orden y la tranquilidad a sus ciudadanos».
Si bien pidió por todos los afectados, el Santo Padre hizo énfasis en los secuestros de Pierre Isaac Valmeus y Adam Montclaison Marius, dos miembros de los Hermanos del Sagrado Corazón, una de las congregaciones católicas más antiguas de la historia.
Fiel a sus características, el líder de la Iglesia Católica no se olvidó de las naciones «devastadas por la guerra» y oró por Ucrania, Palestina, Israel, Sudán del Sur y, sobre todo, Siria, «un país que sufre tanto desde hace tanto tiempo».
¿Qué rezó Francisco en el Ángelus?
En su oración, el papa explicó que «la gloria no corresponde al éxito humano, a la fama o a la popularidad», ni tampoco tiene nada de autorreferencial, ya que «no es una manifestación grandiosa de potencia a la que siguen los aplausos del público». Según el argentino, para Dios «la gloria es amar hasta dar la vida».
Y agregó: «Entrega y perdón son la esencia de la gloria de Dios. Y son para nosotros el camino de la vida». La gloria mundana pasa y no deja alegría en el corazón; ni siquiera lleva al bien de todos, sino a la división, a la discordia, a la envidia».
Antes de finalizar el discurso, el obispo de Roma planteó una pregunta para que cada presente en la Plaza de San Pedro la discuta y medite en privacidad: «¿Cuál es la gloria que deseo para mí, para mi vida, la que sueño para mi futuro? ¿La de impresionar a los demás por mi maestría, por mis capacidades o por las cosas que poseo? ¿O la vía de la entrega y del perdón, la de Jesús Crucificado, la vía de quien no se cansa de amar, convencido de que eso da testimonio de Dios en el mundo y hace resplandecer la belleza de la vida?».