Hay imágenes icónicas. Fotos que quedan para siempre. Que van más allá de si se tocó la nariz para ser el Labruna de este siglo o si fue un tic. La imagen de Gallardo es superadora. Tiene que ver con su expresión corporal. Cuando entró a la Bombonera a paso firme, delante de su grupo, erguido. Y fundamentalmente cuando se fue. Miró hacia arriba seguro de sí mismo, ganador, mientras la gente de Boca lo padecía. Una tarde de sábado volvió el verdugo, la estatua viviente de River. Confiado en su mentalidad, el mayor secreto de su manual de estilo, les hizo creer a sus jugadores suplentes que podían transformarse en héroes de visitantes contra los titulares de Diego Martínez. Si una vez sorprendió con una línea de 5 que ensayó los movimientos en un hotel antes de una final de Copa Libertadores, ahora su batacazo fue con los relevos para cuidar las piernas para jugar contra Colo Colo.
Hasta una jugada psicológica que va más allá de cuidar el físico: más presión aún para su rival herido, el de los pósters en discusión y los líderes con poco ritmo de competencia, ítems que amontonan a Cavani, Rojo, Chiquito Romero y Pol Fernández. Así, el Muñeco se fue otra vez con los brazos en alto, con los hinchas besando su foto en el fondo de celular. Como para ratificar la idea que tiene razón hasta cuando parece equivocado. Porque armó un equipo extraño. Línea de 3 centrales con el resistido Fonseca como único 5. Le dio la motivación necesaria a Lanzini para que juegue su mejor partido en el club desde su regreso de Europa. Respaldó a Colidio para que se meta en el podio. Bancó a González Pirez, uno de los cuestionados por Demichelis, y ayudó para que juegue uno de sus mejores clásicos. Y recién en el segundo tiempo empezó a poner a los campeones del mundo. La última jugada, una polémica que no fue al ver nítidamente la mano de Milton Giménez, no amortiguó el impacto de un triunfo histórico.
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— River Plate (@RiverPlate) September 21, 2024
Gallardo sabe jugar los clásicos. Es un entrenador de partido grande. Se percibe no sólo en su dos Copas Libertadores ganadas. Durante años se hizo más fuerte en los partidos de eliminación directa que en los torneos largos. Y se ratifica en sus cara a cara con Boca. De hecho la estatua se empezó a gestar en una Copa Sudamericana contra el rival al que más le quiere ganar. Esa noche que Barovero se hizo tatuaje y Gigliotti firmó su exilio a China. Ni hablar que el partido más determinante de su vida fue el superclásico en Madrid. Esa vez no sólo ganó su equipo. La intervención táctica del Muñeco fue determinante: puso a Juanfer Quintero por Ponzio, una variante que Guillermo Barros Schelotto no pudo equilibrar nunca en el otro banco de suplentes.
El partido del sábado no tiene esa magnitud, por supuesto. Aun cuando pudo haber ganado por más goles de diferencia si Borja entraba fino en la definición. Pero el valor es otra piña de nocaut para Boca. Diego Martínez quedó al borde del despido. Chiquito Romero reaccionó con hinchas que insultaron feo y se paró delante de la mira de todos. Rojo delató su falta de fútbol, zafó de la roja que merecía, y provocó que Ruggeri dijera que está en el mismo momento que él decidió retirarse. Pol Fernández se fue de la Bombonera con silbidos. Esta vez, además, la escalada de enojo subió hasta el palco de Juan Román Riquelme. Se sabe que en el fútbol de hoy se festeja tanto el triunfo propio como la derrota ajena. Gallardo volvió a detonar el patio de la casa de Boca.
River ahora irá por su otro torneo. El superclásico es un campeonato en sí mismo, un título sin vuelta olímpica. Pero el verdadero y más valioso objetivo es la Copa Libertadores, la que define de local hasta en su final única. La vuelta de Gallardo tiene que ver con ese camino. Desde esa búsqueda pidió refuerzos campeones del mundo (Pezzella, Acuña) y que rectificaron el primer mercado de pases del club con Demichelis (aparecieron Bustos y Meza, jugadores titulares en vez de los Gattoni y Bareiro). Ahora tiene que jugar con Colo Colo, un rival que lo superó en Chile pero habrá que ver si tiene la personalidad y el fútbol necesario para el batacazo en el Monumental. Allí también está el espíritu Gallardo: River compite de otro modo, con un vigor más persistente, aun mientras está buscando su mejor versión futbolística. Como dice el propio entrenador, a veces más conforme con estar en partido más que con dominarlos.
La gente de River cree en Gallardo. En su estatua, en su estampita, en su líder. Por eso confía -y el superclásico les da la razón- que el equipo irá jugando acorde a la necesidad de la competencia. Es el sueño de la quinta Libertadores. Dicho así, sumado al concepto de candidato, naturaliza algo que no es natural. No es fácil ganar la Copa Libertadores. Aun cuando en esta edición no haya un cuco, una imagen calcada del año pasado, cuando Fluminense le ganó la final a un Boca irregular. De hecho, River tenía dos Copas hasta la llegada de Gallardo. Se había hecho mural eterno el equipazo del 86, con Pumpido, Ruggeri, Gallego, Alonso, Funes, Morresi. Y el gran equipo del 96 con Francescoli, Ortega, Crespo, Astrada, Sorin. Y en el ciclo Gallardo se llevó otras dos, en el 2015 y la inolvidable del 2018 contra Boca en Madrid. Que sea la tercera Copa con Gallardo no sólo lo pondría en el lugar del Bianchi de Boca si no que haría construir otra estatua. En fin, puede pasar o no, en realidad no es tan simple, pero ya la ilusión habla de la grandeza de la vuelta del mejor de todos a River.