Mi momento ADN+.
Lo lindo de la ayuda recíproca y desinteresada entre dos personas es la incertidumbre de no saber, al final, quién tuvo la suerte de conocer a quién.
Esta vez me surgió contarles una historia personal que viví hace unos días. Es tan pero tan simple y ordinaria que, sinceramente, dudé en hacerlo. No tiene nada de fantástico ni ostentoso, es, simplemente, que me di la oportunidad de verla con ojos distintos. La vida me propuso una vivencia y yo decidí, por una vez, pausar, prestar atención, y observar más allá de lo que estaba pasando.
Era domingo, el domingo siguiente a Pascuas, regresaba de caminar con mi marido de la sierra y pasamos por una iglesia muy hermosa que esta frente a casa y veo que las rejas del jardín estaban abiertas. Recordé que era el día de la Divina Misericordia y quise entrar un momento. Estaba entrando una señora con bastón con dificultades de movilidad haciendo grandes esfuerzos por apurarse. Le dije: “Señora, la ayudo?”. “Gracias –me respondió-, es que no me gusta llegar tarde a misa”, mientras andaba con dificultad en un terreno con desnivel lleno de piedras. La tomé del brazo y la acompañé mientras le dije que peor que llegar tarde es no llegar por caerse, “así que vayamos sin prisa que Jesús no se va a ningún lado”. Les confieso que este episodio lo estoy recordando ahora, mientras escribo, lo que me hace pensar que yo ya entré a la iglesia con una actitud contemplativa o, al menos, con más presencia, sin la urgencia que a veces me caracteriza.
Cuando entro me siento en un banco del costado, justo había misa y ya había comenzado. Mientras estoy ahí me llama la atención una mujer mayor, sentada en el primer banco del ala principal. Tenía el pelo blanco, lacio, hasta los hombros, hermosos aros de perla y un lindo vestido. Se notaba la atención, el cariño y empeño que había puesto esa mañana para arreglarse. La observo toda la misa, no sé exactamente qué me llamo la atención de ella, creo que su mirada dulce, su sonrisa placida o su semblante que me transmitía paz. Algo especial vi en ella, sin dudas. Viene el momento del saludo de la paz, cruzamos miradas apreciativas y sonrisas cómplices, y nada más.
Por la tarde, después del almuerzo dominguero me decido a ir a la lavandería que queda a unas cuadras de casa, para secar ropa blanca que había lavado esa mañana. Nunca hay lugar para estacionar allí, sin embargo ese día encontré. Entro apurada (rezongando acerca de que no tenía ganas de estar ese rato del domingo secando ropa. En mi resistencia y poca aceptación que hace que me dé mas urgencia por escaparme del momento presente… En fin…), pongo toda la ropa en la gran secadora, y me dispongo a esperar los eternos veinte minutos que demora el secado. Me siento en las sillas que están dispuestas tipo sala de espera, alzo la mirada y allí estaba nuevamente, era la señora que estaba en la iglesia, tenía ropa deportiva. Podría haberme hecho la tonta (pues claramente ella nunca me vio en la iglesia), podría haber seguido en mi mundo virtual del celular que está siempre a mano y dispuesto a robar mi atención y mi momento presente. Pero alcé la mirada y le pregunte: “Disculpe, señora, ¿puede ser que usted haya estado en la Iglesia esta mañana?”. “¡Sí!”, me responde con una amplia sonrisa. Intercambiamos dos palabras y yo aprovecho a hacer otro mandado, en mi famoso “ya que estoy”. Regreso a los quince minutos, justo cuando el proceso de secado de mi ropa estaba terminando. La señora también estaba juntando su ropa, tenía cuatro bolsas muy grandes de ropa (imposible de cargarlas ella sola, con su cuerpo menudo). Le pregunto si alguien venía a buscarla y me dice que se iba a pedir un taxi. “La alcanzo a su casa”, le digo, Me responde que vivía muy lejos, que muchas gracias. “¿Tan lejos vive?”. “Muchas gracias, señorita, pero es que vivo muy lejos”. Insisto, su dulzura para hablar con su acento español me cautivó, su mirada dulce, atenta me invitó a ofrecerle nuevamente alcanzarla hasta su casa y ayudarle a cargar toda su ropa. Aceptó. Mientras vamos caminando hacia el auto me va hablando como quien también se habla a si mismo… “Eres un ángel que se cruzó en mi camino. Yo no entiendo por qué a mí siempre me pasan estas cosas. A mí siempre me ayudan, siempre me dan una mano, qué cosa más extraña…”. “Debe ser que usted ayuda mucho… Todo en la vida siempre vuelve”, le digo.
De camino a su casa me iba contando su vida de resiliencia: que había enviudado a los 38 años, con hijos chiquitos. Que había trabajado de todo. Que vivía sola y que le gustaba cantar, la música, las plantas. Pasamos por la puerta de mi casa, se la muestro, y le digo que allí vivo. Me dice que iba a pasar a dejarme cosas (así lo hizo unas semanas más tarde, me llenó de gajos de plantas, flores, y hasta jabón que ella misma prepara).
Llegamos a su casa y mientras le ayudo a bajar toda su ropa le pido que anote mi teléfono, me agenda como “Alejandra lavadora”, le digo que cuente conmigo si alguna vez necesitaba algo. Y recuerdo un pequeño detalle, preguntarle su nombre: “Me llamo Margarita y tengo muchas cosas bonitas para ofrecerte: me gusta la poesía, la música, las plantas y cocino una galletas que te van a encantar, esta semana te llevo a tu casa”. Nos despedimos. Me vuelvo a casa y una frase suya me quedó resonando: ¨Tengo muchas cosas bonitas para ofrecerte”. ¿Cuántas veces me cierro a lo bueno que otras personas tienen para darme, por miedo, vergüenza, apuros varios y prisas, lo que sea? Esa vez me di la posibilidad de que Margarita tiña con su dulzura esa parte de mi día… y también con cuán poco podemos alegrar el día de alguien, ¿no? O aportar un granito de arena. Todos somos poseedores de algo valioso, a veces lo subestimamos o le damos poco valor, pero eso puede ser muchísimo para una persona que está pasando algún momento oscuro. Es que “todos tenemos algo bonito para ofrecer”.
Quiso el destino que el día siguiente cayera yo enferma. Comencé con mucha fiebre por la noche. Fiebre que no bajó por los siguientes seis días. Un virus muy fuerte se había apoderado de mi sistema inmune. Me sentí terriblemente débil durante esa semana sin poder levantarme de la cama. No recordaba siquiera la última vez que me había enfermado. De hecho mis hijos y mi marido conocieron otra versión de mí: en cama y con fiebre. Durante esos días no fui capaz de nada. No podía leer, escribir, ni siquiera ver una serie o agarrar el celular. Me sentía muy débil y desanimada. El martes me llegan unas fotos de unas hermosas flores por Whatsapp. Era Margarita. Durante esa semana me envió diariamente fotos de hermosos paisajes de la zona, de sus paseos, audios con poesía que ella misma leía y hasta canciones. Me fue enviando cada día todo eso “bonito que tenía para ofrecerme” mientras yo no me sentía capaz de levantarme de la cama para ver el sol, era Margarita quien me traía el sol hasta mi cuarto a través de sus videos… Y así transcurrió la semana hasta que mejoré, de a poco, no sin antes atravesar por un gran aprendizaje personal acerca de cuán poca consideración tengo a veces con mi cuerpo. En esa vorágine que me lleva a llenar mi día de mil actividades, mi agenda repleta de trabajo, la casa, los hijos, la vida, en fin… Cuán poco espacio dejaba a veces para apreciar la vida y las cosas que me nutren… Fueron días de observarme, contemplarme desde un estado de presencia desde el cual pude verme más vulnerable, con menos miedo…
Con Margarita seguimos en contacto, pero no volvimos a vernos.
Esta semana, luego de dejar los chicos en el cole, tenía poco más de una hora para caminar un rato, y como me propuse recomenzar de a poco la actividad física después del virus que afectó mi capacidad pulmonar, salí camino a la sierra. A la vuelta venía ensimismada en mi mundo, subiendo una historia para Buceadora de Emociones, de casualidad levanto la mirada y ahí la veo. Nuevamente podría haberme hecho la tonta (pues claramente ella nunca me vio mientras caminaba), podría haber seguido en mi mundo virtual del celular que está siempre a mano y dispuesto a robar mi atención y mi momento presente, sobre todo en ese instante, que estaba apurada por volver a casa a darme una ducha y comenzar las consultas del día. Sin embargo me detuve. La saludé “¡Hola, Margarita! Soy Alejandra”. Se frena, iba de ropa deportiva, bastones de trekking, una gorra y lentes de sol. Debe rondar los ochenta, y camina diariamente. Levanta la mirada, con una ilusión inexplicable en su sonrisa me dice: “Ah, qué lindo que me hayas parado, es que ya no recordaba tu rostro”. La abracé, le agradecí sus palabras (me conmueve en este momento recordar la dulzura de sus palabras y lo hondo que calaron en mi corazón). Le pedí que nos tomáramos una foto.
Volví feliz de haber pausado esos minutos, de haberle regalado ese ratito, y de habérmelo regalado a mí también. Cada instante tenemos la oportunidad de elegir.
Lo que me encanta de la ayuda recíproca y desinteresada entre dos personas es la incertidumbre de no saber, al final, quién tuvo la suerte de conocer a quién.
Subí una historia para Buceadora contando brevemente mi reflexión, me emocioné y, mientras lo hacía pensé: “Podría etiquetar a ADN+, es que este es un momento MUY ADN+”.
¿Sos capaz de captar y reconocer los momentos ADN+ en tu vida? Esas vivencias simples que tienen el poder de transformar parte de tu día. Esos momentos que de tan ordinarios se convierten en extraordinarios. ¿Cuán abiertos estamos a que entre lo mágico y especial en tu vida? Esos momentos ocurren todo el tiempo, se nos desarrollan ahí, frente a nuestras narices, pero tenemos demasiada prisa como para captarlos.
Simplemente requieren de nuestra atención plena, de nuestra mirada y estado de presencia.
Ya lo dijo Einstein: “Existen dos formas de ver la vida, una es creer que no existen los milagros, la otra es creer que todo es un milagro”.