El televidente astuto no tuvo derecho al pataleo por la frustración del final. Cuando el personaje de Sawyer, el lector más voraz de todos los náufragos de Lost, apareció leyendo La invención de Morel, el desenlace estaba cantado: “La situación que vivo no es la que yo creo vivir”. A mediados de la primera década de este siglo los crédulos nos preguntábamos qué corno pasaba en esa isla perdida en medio del Pacífico (y también: de dónde salía el humo negro o quiénes eran Los Otros) sin advertir que la respuesta, o por lo menos una de todas las respuestas posibles, estaba en la novela que Adolfo Bioy Casares escribió en 1940 y que ahora, en medio de la reedición de su obra completa, adquiere un nuevo significado de época: ¿qué pasa cuando la mentira es la verdad?
Si la inteligencia artificial podrá escribir el guion de la película con la que soñemos, una en la que Brad Pitt ande a los tiros con el gordo Porcel, póngale, y las deep fakes ubican en bocas famosas las frases que jamás dijeron, La invención de Morel se adelanta ochenta años al tiempo que vivimos cuando el narrador advierte: “Ahora parece que la verdadera situación no es la descripta en las páginas anteriores”. Bioy Casares tenía veintiséis años cuando escribió la novela, uno de esos libros que hacen bien. Y aunque jamás se pretenda aguar la sorpresa del lector (el spoiler es uno de los pecados capitales actuales), alcanza con decir que la aventura transcurre en una isla aparentemente desierta donde se levanta un edificio misterioso construido en 1924 y a la que llega un prófugo de la justicia, atormentado por sus ideas de la culpa y el castigo.
“No creo indispensable tomar un sueño por realidad, ni la realidad por locura”, escribe el narrador en un texto que, según advierte, tendrá más de testamento que de diario íntimo. El edificio misterioso, así como su piscina y sus bóvedas, se ve súbitamente invadido por presencias ajenas, tal como después pasó en Lost, confirmando que el infierno son Los Otros. Y así, esta novela de fantasía (o para ser justos con la definición de Borges, novela de aventuras que “despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o el símbolo”) plantea la posibilidad de los aparecidos como reverso exacto, alucinatorio y anticipado del horror que viviríamos en nuestra realidad y que entonces no podía ni siquiera imaginarse.
Después de unos años de ostracismo editorial, La invención de Morel reapareció en las librerías argentinas, confirmando que la esencia de un clásico auténtico es su vigencia inoxidable. ¿Quién se acuerda de Lost? La serie rapiñó de las mil y una fuentes de la cultura popular (como el librito de Tintín titulado Vuelo 714 para Sídney, donde una isla desierta del Pacífico tiene gente, escotillas y un campo electromagnético enloquecido…) pero ninguna como el libro de Bioy, acaso la novela definitiva o, en palabras de Borges: “He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”.
¿Y el café?
Hombre de hábitos, Adolfo Bioy Casares (o ABC, con las iniciales ya dispuestas para encabezar un diccionario) era habitué de La Biela, el café ubicado enfrente del cementerio de la Recoleta. Y no ocupaba cualquier mesa sino muy específicamente la mesa 23, que los mozos reservaban para la tertulia con su amigo Jorge Luis Borges. La mesa 23 nunca se ocupaba, fuera o no fuera el señor Adolfito. La última vez que estuve en La Biela, ellos seguían ahí: inmortalizados en dos estatuas de yeso, más para el tren fantasma que para el museo, tiesos como aparecidos.