La vida tiene una manera curiosa de sorprendernos, ¿no creés? A veces nos presenta situaciones que jamás imaginamos, desafíos que parecen alejarse de todo lo que habíamos planeado o deseado. En esos momentos, nuestra mente puede entrar en una especie de lucha, un debate interno entre lo que “debería ser”, cómo esperaba que fueran las cosas y lo que es, lo que está siendo. Sentimos resistencia, como si algo dentro de nosotros dijera: “No, esto no debería estar pasando, no es justo, no es lo que quiero”.
Esa resistencia a lo que está siendo es una reacción natural. Nuestra mente tiene un propósito muy claro: protegernos, resguardarnos de lo que no conoce, mantenernos en control, y evitar cualquier cosa que pueda ser dolorosa o incómoda. Pero en su esfuerzo por cuidarnos, también puede atraparnos en un lugar de lucha constante, de pelea con lo que está siendo, donde rechazamos la realidad tal como es y, con ello, nos privamos de la oportunidad de vivir plenamente.
Aquí es donde entra un concepto poderoso y liberador: la aceptación. No hablo de rendirse o de resignarse, sino de acoger todo aquello que la vida propone con la misma disposición interna (y hasta me animo a hablar de alegría o templanza) que si lo hubiera elegido. Imaginate por un momento lo que significa esto: mirar lo inesperado, lo difícil, incluso lo doloroso, como si fuera una oportunidad, una invitación a crecer, a adaptarnos, a abrirnos.
La aceptación no es sencilla y mucho menos automática. Nuestra mente puede poner obstáculos. Quizás pienses: “Pero, ¿cómo puedo aceptar algo tan injusto o doloroso?”. Y aquí quiero recordarte algo esencial: aceptar no significa que apruebes lo que ocurrió ni que estés de acuerdo con ello. Aceptar significa reconocer que eso que está sucediendo ya forma parte de tu realidad, que luchar contra ello no lo hará desaparecer, y que puedes elegir cómo responder ante ello.
Aceptar no borra el dolor, pero lo transforma. Es como dejar de pelear contra una corriente de agua que te arrastra y, en cambio, decidir flotar. La corriente sigue allí, pero ahora estás usando tu energía para moverte con ella, no contra ella. La resignación es una claudicación, un punto de llegada; en cambio la aceptación es un punto de partida, un lugar desde el cual partir para construir una relación diferente con eso que está ocurriendo en mi vida.
Por supuesto, la mente se resiste al cambio. Es normal sentir miedo o incomodidad ante lo desconocido, especialmente si no era parte de nuestro plan. Pero aquí está la paradoja: cuanto más luchamos contra lo que no podemos cambiar, más sufrimos. Y cuanto más aprendemos a soltar esa resistencia a lo que está siendo, más paz encontramos.
En las psicoterapias de tercera ola, como la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), trabajamos mucho con esta idea. Se trata de aprender a estar presentes con todo lo que la vida nos pone delante, incluso cuando es incómodo, mientras seguimos avanzando hacia lo que realmente valoramos. Es como si tuviéramos dos manos: en una llevamos el dolor que no podemos evitar, y en la otra, las cosas que realmente importan para nosotros. Ambas tienen espacio en nuestra vida.
Te invito a que la próxima vez que sientas esa resistencia interna pauses un momento. Observa con curiosidad lo que estás sintiendo, sin juzgarlo como bueno o malo, ni intentar cambiarlo. Pregúntate: “¿Qué me está diciendo mi mente ahora? ¿Es útil esta lucha o puedo soltarla?”. Respira y recuerda: lo que estás enfrentando ya está aquí, pero cómo lo enfrentes es tu elección.
Finalmente, permitite confiar en tu capacidad para adaptarte y crecer. No tenés que hacerlo todo perfecto ni rápido, pero sí puedes tomar cada día como una oportunidad para vivir con un poco más de apertura. Recuerda: cuando acogemos lo que la vida nos propone, incluso aquello que no elegimos, descubrimos en nosotros una fuerza y una resiliencia que quizás no sabíamos que teníamos. Y ahí, en ese acto de soltar la lucha y abrirnos, se encuentra la verdadera libertad: en ese poderoso acto de elegir de qué manera tomar eso que la vida me trae.