Un día, Ramón Maddoni lo llamó a Jorge Griffa y le pidió que fuera a ver a un pibe. Era una especie de interconsulta entre detectores de talentos. «Quiero que vengas porque para mí tiene cosas de Maradona», le dijo. Griffa, siempre receptivo, aceptó enseguida. Cuando llegó el momento, miró apenas una media del partido que habían armado, agarró sus cosas y se despidió. Maddoni se sorprendió, creyó que había pasado algo para que se marchara así. «¿Por qué te vas? ¿Lo llegaste a ver al chico?», trató de interrogarlo. Ahí Griffa le devolvió una mirada cómplice: «Sí, lo vi. Pero no tiene cosas de Maradona. Este pibe es Maradona». Si bien decía que no había una fórmula para descubrir la capacidad, porque «podés darte cuenta en una jugada o no darte cuenta en un día entero», a Carlitos lo escaneó en un ratito. En ese instante le dio el visto bueno al último ídolo de la generación dorada de Boca.
A Batistuta lo descubrió él solo. Fue en un campeonato provincial en Rosario. «Lo vi grandote, fuerte. No le pegaba tan bien pero tampoco tan mal. Y cabeceaba fuerte. Lo que me impresionó fue que hacía todo por instinto e improvisación. Porque nadie le había enseñado nada. No le gustaba mucho el fútbol, así que le pedí hablar con su papá. Y él tampoco estaba muy convencido. Entonces le pedí probar un año y que iba a seguir estudiando, porque yo los hacía seguir estudiando. Probó y por suerte se quedó… Recuerdo que una vez me pidó unos viáticos y yo los saqué de mi bolsillo. Entonces le dije que limpiara los vidrios de la cafetería y una vez que lo hizo, le di la plata», recordó Griffa. A las pocas horas de su muerte, a los 88 años, el enorme Bati lo despidió con un posteo de pocas palabras y mucho sentimiento: «Gracias Maestro por creer siempre en mí, hasta cuando yo mismo dudaba».
Parecen dos simples anécdotas. En realidad es una muestra del perfil de Jorge Griffa, uno de los formadores de chicos más preponderantes de la historia del fútbol argentino. Mezclando las épocas, fue Pekerman antes que José, el entrenador de Juveniles que encabezó el ciclo más exitoso de la Selección. Fue Duchini después del gran Ernesto, el cazatalentos que estuvo detrás del campeón del mundo juvenil 79 con un Diego que volaba en dupla con Ramón Díaz. Y las historias con Tevez y Bati, fundamentalmente, señalan su forma de ser: un distinto para descubrir las condiciones de los chicos, un apasionado de un trabajo al que le dedicó la vida y un hombre que nunca se olvidó que debía preparar jugadores para el éxito pero fundamentalmente personas. Por eso quería que Batistuta siguiera estudiando: no sabía aún si iba a ser uno de los pocos que llegan entre miles de chicos ilusionados.
Griffa nació en Casilda y fue futbolista. Un marcador central áspero según se definía. Con mucho espíritu competitivo, a tal punto que Luis Aragonés, el mítico jugador y entrenador español, ha llegado a decir que «Griffa nos enseñó a ganar». Una vez le tocó marcar a Pelé y sintió lo completo que era el 10 brasileño. Vino la pelota por el aire, Jorge saltó confiado porque era una de sus grandes virtudes. «Pero Pelé también saltó y me ganó… con el pecho». Se tuvo que retirar por las lesiones. Ahí aceptó ser entrenador de la Primera de Newell´s y chocó con su nueva realidad. Se dio cuenta que «uno cuando deja de jugar cree que se las sabe todas y en realidad yo no sabía nada». Se dedicó al fútbol juvenil y nunca más volvió a Primera. Fue un símbolo eterno de Newell’s, donde compartió y les enseñó a Valdano, el Tata Martino, Balbo, se metió dentro de una villa para recuperar al Negro Zamora, se convirtió en un padre para el Tolo Gallego. Después también llegó a Boca por idea de Mauricio Macri y colaboró en la formación de Gago, Battaglia, Banega, Nico Burdisso. Tuvo un paso por Independiente, donde llevó a Esequiel Barco, surgido justamente de su Academia. Y hasta su último día siguió mirando jugadores. De hecho él decía que sabía más de jugadores individualmente que de tácticas de equipos.
En Newell’s, su casa, conoció a Bielsa. Era un jugador «del montón», confesó. Pero Griffa percibió que tenía algo para ser entrenador. Aun cuando el primer diálogo entre ellos fue excesivamente bielsista. El Loco tenía 17 años. Se le arrimó en el vestuario, vestido con una camisa blanca. «¿Usted es Jorge Griffa?», arrancó. «Sí», le respondió. «¿Usted viene de Europa a este club», interpeló. «Sí», fue la repetida respuesta. «Usted está loco», cerró la charla y se fue… Al tiempo, Marcelo le dijo a Griffa que quería ser entrenador y se sumó a su equipo de trabajo. El mentor le propuso hacer un recorrido por el interior para encontrar nuevos talentos. Fue el maestro del Loco, reconocido cada vez que puede por el entrenador que le dio su nombre al Coloso. Eso nunca generó celos. Siempre ganó el respeto.
Así, juntos, cayeron una madrugada, a las dos de la mañana, en la casa de Pochettino porque en un asado en Santa Isabel, cerca de Venado Tuerto, habían escuchado que en Murphy había un pibe muy fuerte que iba a firmar para Rosario Central. Después de golpear las manos para que le abrieran la puerta, atendió el padre del ahora entrenador del Chelsea. Griffa le aseguró que no quería robarle el jugador a la contra, en todo caso quería darle dos opciones. Así llegó hasta la habitación de Mauricio, que estaba durmiendo. «Lo desperté, levantó la sábana y era un elefante, ja», recordó alguna vez en las recordadas 100 preguntas de El Gráfico. Apenas enterado de la noticia, Poche posteó desde Inglaterra: «Tus enseñanzas y tus valores siempre vivirán en todos los que tuvimos el privilegio de compartir la vida y el fútbol contigo». Sus jugadores, por siempre sus chicos, le dieron el mejor adiós a Griffa. Gracias, Maestro.