“No confundir dulzura con tristeza”. Para la autora, esa es una confusión criminal. Y cualquiera que viva con un galgo, como es mi caso, no puede estar más de acuerdo: Fika, mi galga, es dulce como Corsario y Chispa, los galgos de Los galgos, los galgos, la maravillosa novela de Sara Gallardo que acaba de reeditarse como acto de justicia (era muy difícil conseguirla). Publicada en 1968, el año en que ganó el Premio Municipal de Literatura, la leí hace unos veranos, justo cuando Fika llegó a mi casa, y enseguida se sumó a la lista de mis libros que hacen bien: la historia de Corsario y Chispa acompaña la de los humanos Julián y Lisa, después de que él reciba como herencia un campo y abandone su vida de abogado porteño para construir una casaquinta, plantar árboles, andar a caballo, correr con los galgos… hasta que descubre que el único amor incondicional es el que los perros sienten por uno.
¡Y dale con los galgos! Ante un capataz taimado, Julián se lamenta: “No pude detener siquiera el odio que él y su mujer concibieron contra los galgos. Por frases sueltas (perros caros, dañinos, comen por diez, caprichos de rico, feos como susto a medianoche), por calumnias (corren la majada, asustan a las ovejas, arruinarán la parición) y por hechos (negarles alimento en mi ausencia) fui descubriéndolo”. Pero cada galgo es un milagro de discreción y elegancia, con “el lomo terminado en la cola neta y el vientre como una S horizontal”. Cronista exquisita de costumbres en La Nación, Primera plana y Confirmado, Gallardo tuvo un ojo clínico para desnudar las manías de su clase, la aristocracia argentina, en sus grandes peleas y pequeñas miserias. Lejísimos de la reforma agraria sesentista, la lucha de clases acá se ironiza entre Julián y el capataz y así Los galgos, los galgos se transforma en una parodia de la novela rural clásica y el libro de texto campestre, como El manual del hacendado, de José Hernández, o Instrucciones a los mayordomos de estancias, de Juan Manuel de Rosas. Y confirmando el poder anticipatorio de la observación de Gallardo, también es un tratado sobre el nepo-baby, heredero burgués de un padre nepotista que facilita las posibilidades. El neologismo es propio de esta época pero el arquetipo existe desde que existe cualquier hijo que “nunca ha sabido hacer nada salvo no hacer nada”.
Arrojado a la vida, Julián recibe un perro como regalo bautismal de su futuro campo. “Galgo. No ruso, por supuesto. Inglés”. Y así Corsario y después Chispa, una hembra de color dorado que eligen como su compañera, se convierten en los testigos dulces, ellos parados con los cuellos erguidos como salidos de una tumba medieval, del cambio de piel de una vida humana: primero en Buenos Aires, después en el campo, más tarde en París y finalmente de regreso al campo, con desconcierto, alegría, desconsuelo y desesperación mientras el tiempo corre a toda velocidad como los galgos, los galgos.
¿Y el café?
“Le digo que el café está espantoso”, se queja Julián: “Me manda al diablo”. En sus primeros días como paisano, solo le queda prepararse el café vaquero, propio del campo: una olla sobre el fuego y adentro, los granos molidos. Y ya. Pero en París, tan lejos de sus amados galgos, Julián se queja de los amores perdidos y ya no del café porque, como cualquier afrancesado, se vuelve un sibarita: “El olor del café, serio y benéfico, se levanta por fin. He aprendido a poner las tazas, con agua, a calentar; a tirar el agua; a servir el café en el hueco caldeado”.