El día después de pasado mañana

El desierto blanco es la novela del cineasta y escritor español Luis López Carrasco recién publicada, donde vuelve permanentemente al pasado para que sus recuerdos perduren: “Para algunas personas recordar es sumar imágenes, pero yo creo que recordar es actualizar emociones”

Por Nicolás Artusi

Mar 14, 2024

“La distopía siempre es reaccionaria. Estás clausurando el presente desde un futuro aterrador”. En algún punto del mañana, Carlos recuerda episodios de su vida a comienzos del siglo XXI: el estrambótico proceso de selección para un trabajo (“nueve desconocidos huyen en globo de unos bombarbeos y deben decidir quién de ellos se tiene que tirar al mar para que el resto pueda llegar sano…”), el naufragio aéreo de una amiga en una isla paradisíaca o el regreso a la vieja casa familiar de las vacaciones. Si la nostalgia es un hábito aprendido, en El desierto blanco, la novela del cineasta y escritor español Luis López Carrasco recién publicada, acá tiene poco de pose y mucho de museo porque desde su exilio enigmático en un futuro misterioso el tal Carlos recupera sus historias mínimas y las convierte en piezas arqueológicas de su humanidad.

Una narración de lo perdido: como en la película Todos somos extraños, estrenada en cines hace unos días, el narrador visita su propio pasado y vuelve a verse a sí mismo al recolectar una serie de imágenes que serán los recuerdos que más veces lo visitarán en el futuro. A pesar de la nostalgia (“algo inmovilizador y reaccionario”, según López Carrasco), la novela, que ganó el Premio Herralde del año pasado, integra esta saga de libros que hacen bien porque su melancolía nunca llega a ser amarga. Y como sucede con los recuerdos, que suelen presentarse en orden anárquico, los capítulos también discuten la idea de que el tiempo es lineal (¿acaso no sabemos ya que el tiempo es circular?). El propio Carlos es el hilo que une el anecdotario que empieza con el acto más intrigante: la entrevista de trabajo. Igual que en El método Grönholm, el postulante advierte pronto que el ejercicio “Globo en apocalipsis” supera su propósito de selección de personal en tanto se vuelva muy revelador de la experiencia humana: “Me gustaría pensar que aquel día todos nosotros descubrimos que la vergüenza puede ser sustituida automáticamente por la adrenalina si se da con los resortes adecuados y la recompensa oportuna”.

El desierto blanco es la geografía de una isla aparentemente vacía donde cae un avión o el paisaje nevado en los páramos de Castilla: en cualquier caso, un lienzo desnudo donde la memoria pinta con trazos gruesos. “Para algunas personas recordar es sumar imágenes, pero yo creo que recordar es actualizar emociones”, dice Carlos, que vuelve mentalmente al territorio extraño de la infancia cuando se siente alienado y a la juventud como inicio de la actualidad precaria que, con la crisis financiera del 2008, manoteó a los suyos la ilusión de un provenir próspero. Pero, ¿dónde está Carlos ahora? Sin voluntad de develar la sorpresa del final, la fecha y el lugar donde escribe otorgan orden y sentido a un presente imposible narrado desde un futuro improbable.

¿Y el café?

Acá o en la Luna, no existe imagen del futuro que no tenga la inteligencia artificial como protagonista de la vida humana. Y si el robot barista ya es común en algunas cafeterías japonesas y coreanas, con el andar del siglo la IA modificará el modo en que se produzca el café: desde el grano cultivado en los laboratorios nórdicos (en los países donde más se consume la planta no crece, ¡maldita suerte!) hasta el uso de algoritmos para el tostado con el objetivo de sacarle la calidad máxima a un simple grano. Ya se dice que la inteligencia artificial tendrá entre sus múltiples tareas la alquimia que hasta ahora era artesanal: combinar variedades, tiempos y temperaturas para obtener sabores únicos y consistentes.

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