“El bebé ha muerto”. Acaso con menos sutileza que el minicuento tristísimo que se le atribuye a Ernest Hemingway (“Se venden: zapatos de bebé, sin usar”), la novela empieza por el final. Es que no se trata de un whodounit, ese tipo clásico de género que se pregunta, a lo Agatha Christie: “¿Quién lo hizo?”. Fue la niñera. Y eso es lo más duro de Canción dulce, la novela de la escritora franco-marroquí Leila Slimani que recién se publica acá y que ganó el premio Goncourt en Francia hace ocho años. Conocedor del final al principio, el lector se pregunta cómo pudo llegar a esto Louise, la niñera de la familia Massé que despierta la admiración de sus jefes y la envidia de sus amigos, y en la resolución del drama se conjetura el por qué.
El patrón, así se identifica, le dice que tiene un parecido con Mary Poppins aunque “no está muy seguro de que haya entendido el piropo”. Es que Louise pasó por una selección exhaustiva antes de que la contraten. “Sin papeles, no”, dice él: “Espero que estés de acuerdo. Si se tratara de una asistenta o de un pintor de brocha gorda, no me importaría. Esa gente tendrá que vivir de algo, pero cuidar de los niños es distinto, es muy arriesgado. No quiero a una persona que tema llamar a la policía o ir a un hospital en caso de una urgencia”. Finalmente, contratan a Louise por su semblante abierto y su sonrisa franca: es pobre, pero francesa. Pronto conquista a los niños y a los padres, y hace más de lo que debería, lava la ropa, prepara la comida, saca la basura, cambia las sábanas… ¡esa familia es su vida! Durante las semanas siguientes a su llegada, la evaluación es superlativa: “Convirtió esta casa desordenada en un perfecto interior burgués”.
Esto es lo revulsivo de la novela: aun en la tragedia, expone los temores y las culpas de las clases medias en relación con el trabajo doméstico, los sectores populares y los inmigrantes. El conflicto no es sólo semántico ni local: entre nosotros, si se reprende al que dice “la chica que ayuda en casa”, el temor a que “el pibe hable en paraguayo” se hace patente a la hora de la cena (o “no quiero que les hable en árabe a los niños”). En Canción dulce, Slimani describe los prejuicios sociales, las relaciones de poder, las tiranías de los niños y las presiones sobre las madres. Como un hijo bastardo de La mano que mece la cuna y El adversario, la extraordinaria novelización de Emmanuel Carrère sobre otro crimen brutal, el libro de Slimani también tiene la inspiración de un caso real, el de una dominicana que asesinó a los dos chicos que cuidaba en Nueva York. Ya desde el principio, la fábula de la niñera casi perfecta podrá quitar el sueño a la madre impresionable, una que “espera a la niñera como se espera al Salvador, aunque le aterroriza la idea de dejar a sus hijos”.
¿Y el café?
“Como lleva casi una hora de adelanto, se sienta en la terraza del Paradis, un café sin encanto desde el que puede observar el portal de su edificio”: en su afán de servicio, Louise es impuntual porque llega a trabajar demasiado temprano y aguanta hasta que “ya no puede esperar más, paga el café y entra en el silencioso portal”. El lector la imagina calentando el agua hasta un segundo antes del hervor para una prensa francesa, la cafetera de émbolo que ofrece una infusión ligera, límpida y cálida, que sin necesidad de enchufes ni fogones se prepara sobre la misma mesa del comedor, aunque la empleada reservada prefiera hacer lo suyo en el lugar que siente propio, la cocina.