El sábado 11 de abril de 1970 fue el día en que se abrieron todos los caminos posibles en la vida de una mujer. Ese sábado, Sandro debutó en Nueva York (“¡el primer concierto vía satélite desde el Madison Square Garden, el único latinoamericano que hasta ahora se ha presentado en este grandioso escenario!”) mientras el Apolo 13 partía hacia la luna. Esa mujer es la madre del escritor colombiano Andrés Felipe Solano: en su novela Gloria, recién publicada acá y pieza valiosa en esta saga de libros que hacen bien, el hijo visita las calles que recorrió su madre cincuenta años atrás: “A veces un futuro que nunca tomó forma pesa más que cualquier pasado”.
Loca de fascinación desde la platea, Gloria mira a un delgadísimo Sandro, el gran Sandro, Sandro de América, Sandro el Gitano, y se pierde en “una mezcla confusa de éxtasis religioso, pestañina corrida, muslos restregados, sudor picante y aullidos sexuales”. Esa noche que cambiará su vida ella trata de sentir con el corazón a pleno y no pensar en las perturbadoras fotos que vio en el laboratorio de revelado donde trabaja ni en el asesinato de su padre en Colombia ni en el genio volátil del Tigre, el novio que cambia para ella la letra de la canción, aun sin rima: “Gloria, Gloria…”. Tan maravillosa… como blanca diosa, como flor hermosa… Ese sábado debería durar para siempre. Pero a los veinte años, Gloria ignora que ese día será una bisagra sobre la que se plegarán todas sus relaciones del futuro (uno nunca sabe qué se reserva el calendario para la revelación o el trauma) y su hijo, a la misma edad que ella tenía entonces, encuentra la moraleja: “El amor entonces es eso, un interminable juego que consiste en saber balancearse para no caer por el precipicio”.
¿Puede una vida condensarse en un día? Solano, que vive en Corea desde hace más de diez años, reconstruye la mística de Nueva York en 1970, la Jerusalén del siglo XXI, la ciudad que hay que visitar por lo menos una vez en la vida: “Por ahora solo hay demasiados papeles en las aceras. Están lejos el apagón, los nidos de ratas, los edificios quemados y la epidemia sexual”. Todavía no era un problema ser colombiana ni mexicana ni argentina y su madre confía con la credulidad que todavía tiene el día en que Gloria se convierte en Gloria por primera vez. A la distancia, sabemos que el Apolo 13 nunca tocó la luna y que Sandro no volvió al Madison Square Garden pero ella todavía confía que el destino es pura posibilidad.
¿Y el café?
“Eso fue a finales del otoño pasado y ahora estamos en una cafetería a mediados de la primavera de 1970, a las 4:25 p.m. y él nada que aparece”. En Gloria, ella espera a él en un bar: los novios irán juntos al concierto de Sandro. Mientras vigila el reloj de La Mallorquina, ella se desespera por la tardanza, imaginando “el sinsentido en que se convertiría su vida si llegan y han cerrado las puertas”. La cafetería estadounidense es una institución social donde la taza de Joe, como se le dice al café de manera confianzuda, alienta con cafeína la ansiedad de un pueblo que vive a los apurones. En el camarín del Madison Square Garden, a muchas estaciones de subte de distancia, Sandro ya se prepara para salir a escena, el novio no aparece y Gloria se pone cada vez más nerviosa pero el café con leche llega humeante sin que la nata se haya formado. Hay futuro.