Muchas veces nos sentimos abrumados por un problema o una situación que nos preocupa y no alcanzamos a ver el lado B de la misma, la arista oculta, la contracara. Estamos inmersos en una sociedad donde todo tiene que ser ahora, ya, sin tiempo para pensar. Por eso es que, cuando se nos revela la parte “positiva” de ese problema o contratiempo, no alcanzamos a valorar el por qué o para qué tuvimos que atravesar ese terreno que tanto nos costó transitar.
En los tiempos que corren, esa necesidad de inmediatez que arrastra nuestra vida nos hace recorrerla, muchas veces, de manera vertiginosa sin detenernos a pensar cómo llegamos a un determinado lugar o situación, atribuyéndolo al solo capricho del azar. No nos damos la posibilidad de reflexionar acerca del doble faz que tienen los hechos o las circunstancias que nos atraviesan a lo largo de nuestra vida.
Hace 33 años, en un invierno gélido, había arreglado una salida de sábado con dos amigas. A decir verdad, no tenía muchas ganas de salir, no estaba con el mejor ánimo. Hacía poco tiempo había finalizado una relación de noviazgo de larga data y, más importante aún, era que seguía elaborando el duelo por la muerte de mi padre, ocurrida de manera trágica e inesperada un año y medio antes de la noche mencionada. Estuve a punto de cancelar el encuentro con mis amigas, no tenía ganas, no sentía motivación alguna para salir de mi casa esa noche fría y destemplada. Un poco por autoimposición (para romper con la inercia de esa parálisis anímica que sentía) y otro poco por la insistencia de mis amigas y de mi madre, decidí hacerlo.
Salimos con rumbo incierto, no nos poníamos de acuerdo adónde ir. Las posibilidades no eran demasiadas… ¿Ir a bailar ? ¿Ir a tomar algo? Mientras discutíamos eso con mis amigas, y para no perder demasiado tiempo, decidí conducir hacia la zona de Recoleta, que para ese momento congregaba a la mayoría de los boliches de moda y más concurridos. Mientras manejaba mi auto hacia esa zona, me reprochaba por haber salido, tenía frío y me imaginaba más cómoda y confortable en mi cama mirando alguna película previamente alquilada en algún videoclub, que tan de moda estaban por esos tiempos.
Al llegar al lugar, y como todavía no nos habíamos puesto de acuerdo adónde ir, comencé a circular por la zona de manera errática. Iba conduciendo por el carril central de una calle y a mitad de cuadra se me ocurrió que debía, al llegar a la esquina, girar a la derecha. Como por el carril derecho venía un automóvil, casi a la par, puse el guiño y a la vez le dije a mi amiga (que iba en el sitio del acompañante) que saque la mano para avisar que iba a girar a la derecha. No sé si mi indicación no fue demasiado enfática o si mi amiga estaba distraída, pero por una cosa o por la otra al intentar girar sentí un ruido similar al arrastre de dos elementos metálicos y un cimbronazo leve desde el lado derecho. El choque se había producido. Me sentí la persona más desafortunada del universo y en esos segundos me reproché no haberle hecho caso a mis deseos y haberme quedado en mi casa, imaginé el incordio que iban a significar los trámites solicitados por la aseguradora concernientes al siniestro, traté de pensar cómo iba a explicar en mi casa el choque en cuestión y, como si esto fuese poco, la fantasía (que siempre o casi siempre supera a la realidad) que los daños producidos iban a generar una estancia de largo tiempo del auto en el taller hacían que mi cabeza fuera un torbellino.
Sin darme cuenta y mientras todas esas sensaciones y pensamientos embargaban mi mente, apareció el conductor del auto con el que había chocado, tocando suavemente el vidrio de mi ventanilla y haciendo gestos para que la baje y poder dialogar. El estaba con un amigo y me propuso que fuésemos los cinco a tomar un café y así poder intercambiar los datos para el seguro…11 meses después nos estábamos casando y hoy a 33 años de esa “colisión” contamos con una familia hermosa y tres hijos maravillosos.
Cada vez que pienso en esa noche y de lo que de ese choque resultó, siento que la vida nos vive dando regalos y señales que no sabemos ver o valorar porque muchas veces, esos obsequios o premios vienen “disfrazados” de situaciones problemáticas a las que solo hay que saber sacarle “el envoltorio”. Lo que muchas veces nos preocupa o nos agobia esconde en innumerables ocasiones la posibilidad concreta de encontrar nuevos caminos y oportunidades. No debemos hacer un juicio apresurado de lo que nos ocurre y que percibimos como algo negativo. En muchas ocasiones, eso que identificamos como problemático o como una situación de crisis es lo que nos despierta la imaginación, estimula nuestro espíritu creativo o nos abre puertas impensadas hasta ese momento.