Si alguien todavía tiene dudas sobre la distinción entre baja y alta cultura, la visita al Museo de Arte de Filadelfia zanja el dilema: más que los Doce girasoles de Van Gogh o la Piedad de El Greco, la obra fotografiada por todos los turistas es una estatua de bronce de un autor nada célebre que representa el ascenso a la gloria de un Jesús secular después de su calvario. Es la estatua de Rocky con los puños en alto, un emblema del poder y la gloria. Por eso, la publicación de Sylvester Stallone, héroe de la clase obrera, la biografía del mito escrita por el historiador francés David Da Silva, hace justicia desde el título: es una superestrella surgida de los arrabales de Hell’s Kitchen, el barrio infernal de la Nueva York más lumpen.
La parábola de Stallone invierte el orden tradicional: primero se lo conoció desnudo y después se hizo famoso (“tenía veinte dólares en mi cuenta bancaria”, recuerda al explicar su discreta participación en la película erótica El semental italiano, en los años 70: cobró doscientos). Los más cinéfilos lo recuerdan como uno de los jovencísimos matones que atormentan a Woody Allen en el subte de Bananas y, después de una buena cantidad de trabajitos de extra, como el alma de Rocky, la película que inició una saga y se admira como una fábula del esfuerzo y la resiliencia. El libro de Da Silva explora con conciencia de clase la vida del astro, desde los callejones neoyorquinos hasta las mansiones californianas, con el contraste acentuado no solo en lo geográfico: Stallone es un actor denostado por la crítica pero amado por el público. “Es un artista íntegro, poseedor de una mirada humanista y tenaz”, escribe el biógrafo en Héroe de la clase obrera mientras repasa los episodios vitales del ídolo, entre los que se encuentran el Oscar temprano o la muerte de su hijo, pero no llega hasta lo último que vimos de él: la foto con el presidente de la Argentina (y la hermana presidencial).
En la piel de Rocky Balboa o John Rambo, sus personajes más populares, Stallone encarna a hombres en tensión con el entorno. Cuando vendió el guion de Rocky, escrito en tres días después de haber visto la pelea entre Muhammad Ali y Chuck Wepner, se negó a ceder el protagónico a los actores que querían los productores, Burt Reynolds o Robert Redford. Todavía ignoto, se subió al ring y entonces Roger Ebert, uno de los críticos más influyentes, pronosticó que Stallone podría convertirse en el nuevo Marlon Brando. Fue otra cosa: una inventada por él. Es que adentro y afuera de la pantalla, la lucha nunca termina: para Da Silva, “eso le ha permitido crear personajes que libran una dura batalla en la que pueden ser derrotados pero que jamás se dan por vencidos”.
¿Y el café?
“Rambo soy yo antes del café de la mañana. Rocky soy yo después del café”. La frase es elocuente sobre el impacto de la cafeína en la masa muscular de Stallone que, aun a los 78 años, se mantiene impresionante. Hijo de un peluquero italiano nacido en la provincia de Bari, Sylvester bebió hectolitros de café desde su infancia y aunque uno pueda suponer que lo prepara en la típica cafetera italiana (la macchinetta que va sobre el fuego) desde acá se lo invitaría con un ristretto: epítome de la italianidad, la bebida concisa, intensa y fuerte que va como trompada.
Un pequeño fan de Rocky Balboa se encontró a Sylvester Stallone en Philadelphia ¿Qué hizo? Recitó una secuencia de la mítica saga. El cine y el deporte suelen regalar joyas que nos inspiran y se trasladan de generación en generación ❤️️pic.twitter.com/tKtUh2Cs37
— VarskySports (@VarskySports) December 5, 2023