“Ahora, cuando estoy escribiendo esto, tú no sabes nada, nada de lo que te espera, nada del mundo en el que vas a nacer”, empieza la carta a la hija aún no nacida y sigue con la admisión de la ignorancia universal: “Y yo no sé nada de ti”. Faltaban seis meses para que naciera Anna, la hija más chica del escritor noruego Karl Ove Knausgård, y él se embarcó en otro proyecto ambicioso. Después de los seis tomos de Mi lucha, en los que examinó cada recuerdo íntimo para regodearse en la descripción de su monotema (él mismo), cuatro tomos de un Cuarteto de las estaciones, que nace con En otoño y sigue, previsiblemente, con En invierno, En primavera y En verano: la voluntad de explicar el mundo a su hija antes de que llegue.
Si el propósito de esta columna es escribir únicamente acerca de libros que hacen bien, para gozar de la lectura de En otoño se exige una postura virginal: el grado cero del conocimiento. “Yo quiero mostrarte nuestro mundo tal y como es ahora: la puerta, el suelo, el grifo y la pila, la silla del jardín junto a la pared de debajo de la ventana de la cocina, el sol, el agua, los árboles”, escribe Knausgård con vocación menos didáctica que ambiciosa: ahí donde lo íntimo se cruza con lo universal, es inevitable pensar en el tipo de explicación de un varón europeo millonario que nos cuenta qué es una avispa o cómo luce una manzana. Pero si la escritura es catártica, porque resulta fácil imaginarse al autor encharcado en una hemorragia de palabras en el despacho de su bosquecito nórdico, la lectura es adictiva: cuando uno acepta el código de conversación (que lo traten como a un bebé, básicamente) se encuentra en un estado de expectativa y latencia, anhelante de que le digan cómo funciona la taza del inodoro, a qué sabe la sangre o qué es el sol y por qué es lo más parecido a Dios que veremos nunca (“Dios es el motor inmóvil, escribió Tomás de Aquino, y su contemporáneo, Dante, describió lo divino como un río de luz y concluyó la Divina comedia con un destello del propio Dios, en forma de un círculo eternamente iluminado”). Es lo opuesto a la lectura ligera porque la idea parece zonza pero al final es profunda: Knausgård filosofa sobre la vida durante los grandes momentos de la existencia, mientras observa las ranas que cruzan una ruta o cepilla el pelo de una hija a la caza de liendres.
Son sesenta ensayos pequeños (no más de dos o tres páginas cada uno) para leer al inicio de esta estación: En otoño tiene la vocación de una enciclopedia de las pequeñas cosas en la que Flaubert y Van Gogh conviven con un diente caído o la metafísica de los pedos. Antes cínico, ahora Knausgård se maravilla ante todo. “Esta se convierte en la principal preocupación del libro”, escribió la crítica Parul Sehgal en The New York Times: “Restaurar nuestro sentido de sorpresa, rendirnos de nuevo ante el mundo ajeno y lleno de magia, desde la pérdida de un diente hasta las botas de caucho y los trozos endurecidos de goma de mascar (cuyo color grisáceo, forma hemisférica e infinitas hendiduras se asemeja a cerebros encogidos)”. A la búsqueda del milagro cotidiano, él creador no se contiene: en temporada de sequía, una escritura torrencial.
¿Y el café?
Como Finlandia, Suecia, Islandia y Dinamarca, Noruega está en el lote de los países escandinavos que consumen más café (segundo en el ranking mundial, con unos 10 kilos por habitante por año). Se calcula que nueve de cada diez noruegos adultos toman café todos los días y el 70 por ciento de la población tiene una cafetera en su casa. Pero el hábito de beber no es sedentario: el café de filtro, conservado en un termo aguantador, es la bebida favorita para las excursiones por las montañas, una auténtica razón de ser noruega.
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