Un mausoleo: ni una casa con pileta ni una cancha de tenis ni una finca de fin de semana. Lo que quiere el tal George Smith, un millonario del que no se sabe qué hace ni cómo amasó su fortuna, es un mausoleo y por eso está construyendo el más grande y lujoso del cementerio. Pero por otros motivos el señor Smith es Un hombre singular, según el título de la novela de J.P. Donleavy recién publicada acá: está desesperadamente solo, su exesposa lo demanda para quedarse con su dinero, sus hijos lo desprecian y su secretaria, la escurridiza señorita Tomson, huye justo cuando las cartas anónimas que lo amenazan se vuelven insoportables. Si la literatura estadounidense de mediados del siglo XX se hizo carne en el ennui, ese sentimiento de tedio crónico, acá la angustia es menos existencial que práctica: el señor Smith no tiene nada porque tiene todo.
Publicada en 1963, una década exacta antes que Cuento de hadas en Nueva York, su novela más famosa, Un hombre singular resume la poética de Donleavy, un autor (casi) olvidado: al desquicio de la oscilación entre la primera y la tercera persona del singular se suman los diálogos feroces, ejemplos perfectos de la réplica, la agudeza y el absurdo. Nacido en Brooklyn en 1926, renunció al americanismo cuando se mudó a Irlanda, adonde murió a los 91 años pero aun así, o por eso mismo, sus novelas son típicamente neoyorquinas: la ciudad es tan fantasmal como palpable y el deseo de sus personajes confirma aquello que promete la canción, “si puedes hacerlo acá puedes hacerlo en cualquier parte”. Como un vodevil, en el que las puertas se abren y cierran con el ritmo de la tramoya, el señor Smith podría encarnar el arquetipo del capocómico: gracioso en la escena, triste en la vida.
“Vivir honesta aunque brevemente”, es el mandato del señor Smith, que parece marcado por la idea de la despedida de una vida en la que el dinero nunca cubre el vacío. A pesar de que Donleavy no es precisamente un autor secreto, porque algunas de sus obras se leyeron mucho hace algunos años, sí es un escritor a redescubrir: como otros del siglo XX (ya nadie lee a Cheever ni a Updike), su literatura insistentemente masculina está lejos de la diversidad narrativa de la época. Y aunque su criatura comparte el bajón de otros padres de familia antiheroicos, como el infatigable protagonista del cuento “El nadador” o el marido en fuga de la novela Corre, Conejo, acá el berretín excéntrico de la vida no oculta lo que hay en el fondo: un descomunal embole. O como dijo John Banville: “Lo que más me impresionó del libro no fue el humor o el sexo, sino la sensación de melancolía dulce y delicada que se aferra a las páginas. Pensé que era algo raro en una novela, una genuina obra de arte”. Aunque el dinero pueda comprar casi todo, el señor Smith sabe que, más allá de la vocación por dañar, su exesposa tiene razón cuando dice: “La única vez que el tránsito va a parar por ti, George, es cuando estés muerto”.
¿Y el café?
“Smith se compró un aparato para preparar el desayuno, que lo despierta a uno con música suave y descarga gota a gota el café en una taza”, escribe J.P. Donleavy en Un hombre singular: “Una vez se activó en medio de la noche sobre el brazo de Smith, mientras este yacía indefenso soñando algo perturbadoramente objetable”. El último chiche del hombre rico puede ostentar eficiencia tecnológica, pero no reemplaza la función de un típico café americano: con más agua caliente en la taza, y por lo tanto mucha cafeína, el combustible que necesita el ciudadano de un país gigante cruzado por la cultura del auto.