Voy a contar una historia íntima con el solo objetivo de graficar lo que a veces puede significar un artista o seis en este caso. Porque hay ocasiones en las que las personas atravesamos malos momentos y, por verguenza u otras circunstancias, no nos animamos a hablarlo con nuestros amigos o con nuestros seres queridos. Y es en esos momentos donde buscamos otros espacios para desahogarnos. Para algunos puede ser en una cancha, para otros leyendo un libro, viendo una serie o mirando una película. Lo importante en esas instancias es encontrar una distracción que nos ayude a superar el momento.
Eso me pasó a mí durante la pandemia cuando, al igual que miles de argentinos, tuve lapsos de absoluta tristeza por diferentes razones. El encierro, los problemas económicos y la preocupación por los familiares más cercanos fueron algunas de las causas que me llevaban a buscar espacios de soledad donde pudiera llorar o sacar mi tristeza sin que nadie me viera. Hasta que un día me llegó un mensaje de una amiga que, a casi 300 kilómetros de distancia (y sin haber hablado), percibió mi condición. Y me mandó un audio aléntandome, expresándome todo su carilño y dándome algunos tips para superar ese momento. Uno de ellos era buscar una serie que me hiciera reír y mirarla el mayor tiempo que pudiera.
Cuando recibí ese mensaje, además de sorprenderme por la visión de mi amiga, puse énfasis en hacer caso a cada uno de sus consejos. Y tarde, casi a la madrugada, me puse a buscar una serie que cumpliera ese requisito. Y navegando por Netflix encontré Friends. Ya la había visto esporádicamente y también había hablado de ésta con amigos y familiares que eran fanáticos. La puse y no paré más. Me hicieron dejar de llorar para reirme a carcajadas. Y cuando una escena me causaba mucha gracia, la retrocedía y la volvía a ver. Para reirme de nuevo. Y seguí con ese ritual todas las noches porque descubrí que me estaban acompañando a cruzar la oscuridad. Y con mi alegría, paradójicamente, mi situación fue cambiando.
Esos seis personajes adorables se convirtieron en mis amigos. Podría pasarme horas contando anécdotas de Mónica, Rachel, Phoebe, Joey y Ross. Y por supuesto de Chandler. Este último justamente es el responsable de que me haya puesto a escribir esta columna. Matthew Perry, quien lo representaba en la serie, murió el último fin de semana. La noticia conmovió a millones de personas en todo el mundo. Porque aunque no lo conocíamos casi que lo considerábamos nuestro amigo. Por eso es tan emblemático el nombre de esta serie que se convirtió en un ícono mundial: Friends. En eso se convirtieron esas seis estrellas.
Quizá solo puedan entenderme los que hayan pasado por una situación similar. Los que también hayan sentido que un actor, un músico, un club de fútbol o lo que sea les salvó la vida. Eso es lo que siento cuando me nombran a Friends o a sus protagonistas. Porque uno puede tener pensamientos inimaginables en momentos de tristeza profunda y necesita que aparezca alguien que lo saque de allí. Y ellos lo hicieron. Quizá ese sea el motivo por el que la serie, que ya era famosísima, creció un 17% más de audiencia después del atentado a las Torres Gemelas en New York. La gente los buscó a ellos para ayudar a cicatrizar tanto dolor.
Miles de personas se acercaron desde el sábado al edificio que simulaba ser la casa de Chandler para dejar flores y cartas. «Gracias por las risas interminables», decía una. «Todos nosotros perdimos a un amigo», rezaba otra. Ese es su legado hermoso. Debe ser soñado que personas que no te conocen te consideren así. Y por eso está bueno poner las cosas claras. Cuando un amigo se va, uno siempre queda agobiado por la tristeza. Y en realidad debería ser todo lo contrario. Hay que agradecer que haya pasado por nuestra vida. Y felicitar a aquellos que logran la eternidad quedándose para siempre en el corazón de los demás.