Monstruos, cadáveres que se abrían paso agrietando la tierra, alimañas, bestias enormes, cuevas, tumbas secretas y sangre de los muertos. Cada nochecita provinciana, el niño que vivía en el pequeño pueblo cordobés de Camilo Aldao se escapaba a la casa de dos vecinas, unas hermanas Malabuena que le contaban las historias que serían la masa madre de sus pesadillas. El niño se llamaba Alberto Laiseca y con los años sería un escritor de un culto alimentado por sus novelas (Los Sorias, El jardín de las máquinas parlantes, La mujer en la muralla), por la espectral columna de humo que se mezclaba con su bigote amarillento y por su ciclo Cuentos de terror, donde alumbraba a Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga o H.P. Lovecraft bajo los reflectores de la tele. Ahora, la edición de Laiseca, el Maestro, una biografía coral firmada por Chanchín, el nombre que usaba para llamar con cariño a cualquier alumno de sus míticos talleres, resucita la figura del monstruo literario.
“Ahí en Camilo Aldao, mi pueblo, yo fui un niño soviético, sometido a la dictadura paterna”, se lo cita: “Mi única salida era la imaginación. Me escapaba todas las noches para ir a lo de unas viejitas vecinas que contaban historias espantosas…”. Los autores detrás del seudónimo Chanchín (Selva Almada, Rusi Millán Pastori, Guillermo Naveira, Sebastián Pandolfelli y Natalia Rodríguez Simón, todos ellos discípulos de los talleres de Laiseca) organizan los hechos de una vida marcada por la leyenda, la farsa o el chamuyo. Es que él fue jornalero de campos, operario de limpieza, aspirante de la Legión Extranjera, devoto orientalista, escritor reverenciado, estrella tardía de TV, mago y monstruo, cualquier cosa con tal de no ser uno de los Sorias, como llamaba a lo peor que un ser humano puede hacerle a otro: “Invadirlo en su intimidad, darle consejos, decirle qué tiene que hacer y qué no”. A él, que de niño le llegaban las historias de terror del otro lado de la medianera, nunca lo asustaron Drácula ni El hombre lobo. Siempre le despertó el miedo lo que tiene que ver con lo real.
“Pichón de mostro”, así le decían las vecinas cuando querían que se fuera. Si es cierto que oír cuentos horripilantes nos ayuda a familiarizarnos con lo terrible y nos prepara para el espanto penúltimo, Laiseca hizo de ese credo un corpus: gracias a sus libros, y a internet que es mausoleo y cementerio, hoy cualquier chico-ostra se va a dormir con el relato de uno de sus cuentos de terror. “Esas historias me abrieron las puertas del alma”, dijo alguna vez: “No le di ni bola a papá, y lo bien que hice. El terror te hace crecer. El miedo es el precio que hay que pagar. Yo temo a miles de cosas. Los monstruos existen en serio”. En Laiseca, el Maestro el mito se funde con lo humano y perpetúa el legado de un artista eterno: la bestia debe vivir.
¿Y el café?
Invitado a una charla en Mendoza, Laiseca está cansado y nervioso, como cada vez que debe exponerse ante el público, y acepta recibir en su hotel a un grupo de periodistas que quieren entrevistarlo. “Al rato, luego de tomar una taza grande de café doble y de salir a fumar varios cigarrillos, los atendió en el lobby”, escribe Chanchín: “Pidió una cerveza. Se la trajeron fría y ordenó que la cambiaran por una natural”. Entre las manías del Maestro estaba su obsesión por la temperatura de las bebidas: la cerveza, natural y el café, bien caliente. En taza simple o doble, tan oscuro como una noche sin luna.