Un paisaje a mitad de camino entre Copenhague, por el trazado ordenado de las bicisendas, y Camboya, donde viajan entre dos y tres personas por bicicleta, escuchando música o hablando por teléfono, sin casco o con el casco colgando del codo: así es la Catamarca de Desconexión, la primera novela del periodista argentino Agustín Fontenla, una fábula distópica en la que nuestra provincia del norte quiere ser la Cataluña de acá y lograr su independencia. En la trama, un diseñador gráfico que trabaja para el gobierno nacional huye de la capital justo cuando el conurbano amenaza con invadirla y la conjetura trae a la literatura lo que Years and Years llevó a la televisión y Civil War, al cine: la profecía de una pesadilla.
En las primeras páginas de Desconexión, Fontenla cita al filósofo francés Pierre Hadot con su teoría de la transformación: decía que no es fácil asumir una nueva forma de vida personal y que el cambio no es individual sino colectivo a través del Estado (“no vale un simple ‘voy a cambiar mi vida, voy a mudarme a otra ciudad’, como estaba haciendo yo”). Agobiado por la realidad, el narrador se escapa en auto a Catamarca, atraído por las promesas de prosperidad de un viejo amigo, pero pronto advierte que 1.200 kilómetros no alcanzan para escapar del caos. La provincia está envuelta en una revolución tecnológica por el filón del litio, el “oro blanco”, y embanderada en una proclama soberanista, en medio de la resistencia de las comunidades originarias y la rebelión de los activistas ambientales. Con policías robot, granjas de trolls y muebles netos, la aspiración catamarqueña es más nórdica que norteña y la ansiedad por la amenaza de una disolución nacional se expresa en el infierno de lo cotidiano: “La angustia se materializó en un instante cuando no pude usar la máquina de café”, escribe Fontenla (¡horror!): “Terminé tomando un vaso de agua como desayuno”.
Catamarca, Copenhague, Camboya, Cataluña, Conurbano y Capital: un limbo con la inicial en común. No hay escape. El estado-nación está en vías de extinción, acá y allá: esta novela de la desintegración propone un ejercicio literario de hiperrealismo en el que Maquiavelo se mezcla con los estrategas del comunismo chino y los cronistas de los canales de noticias. “Me costaba creer que una provincia tan satelital pudiera encarar un proceso soberanista”, se sorprende el narrador pero el pacto de lectura exige creer o reventar: la historia de esta desconexión oscila entre el realismo puro de la posibilidad y la ciencia ficción de una masacre distópica, una combinación literaria argentina tan típica como las empanadas catamarqueñas. Estamos fritos o en el horno.
¿Y el café?
“Cuando salí a la calle tuve la idea de tomar un buen café de especialidad, quizás encontrara alguna cadena sofisticada con café tostado en Pekín”, se ilusiona el narrador de Desconexión y lo consigue: ahí nomás, una pizzería ostenta una máquina roja La Marzocco (“era probable que supieran cómo no quemar el café”), pero elige un filtrado: la moza le lleva un café humeante en una cafetera Chemex. Siempre en tensión entre lo moderno y lo arcaico, o el dilema entre la tecnología derivada de la explotación del litio y el agua que los caciques necesitan para sus cultivos, encuentra que el amor tiene que más que ver con lo terrenal que con lo virtual: embriagado de deseo, finalmente se queda con el “cafecito de olla” que una morocha le prepara entre dormida y molesta.