Hace unos días salía del gimnasio en una de esas mañanas frescas y soleadas de invierno. Era bien temprano. El cielo estaba despejado, el aire limpio y el sol se asomaba muy tímidamente en el horizonte. Me detuve en la senda peatonal y vi a una persona cruzar con un paraguas, de esos grandes con el mango en curva.
Y ahí, inevitablemente, mi mente comenzó a divagar.
¿Será que había pronóstico de lluvia y yo no lo sabía? ¿Será que esta persona regresará muy tarde y prefiere estar preparada por si acaso llueve? O… ¿será que, como tantas veces nos pasa, vamos por la vida llenos de defensas, con una coraza enorme, con un escudo protector por si el mundo nos hiere?
Haciendo la analogía entre el paraguas y nuestras defensas, la lluvia y las dificultades de la vida, me pregunto: ¿cuántas veces salimos a la vida con un paraguas enorme, un piloto, botas de lluvia… y apenas hay nubes en el cielo o una leve llovizna?
Quizá en otra época, en otros momentos, una gran tormenta me tomó desprevenido. Tal vez el frío caló demasiado hondo, el agua me empapó por completo y me sentí vulnerable, indefenso. Y por eso aprendí a salir siempre cubierto, preparado para cualquier aguacero, incluso cuando el día está despejado. Siempre listo para resolver, listo para lo que pueda salir mal… negándome a mí mismo la posibilidad de disfrutar de todo eso que la vida tiene para ofrecerme en la mirada cálida de un amigo, el abrazo sincero o la escucha atenta de quien me ofrece su tiempo y me entrega su compañía.
En ese afán de resguardarnos, ¿cuántas veces nos privamos de sentir la frescura con que la vida quiere tocarnos? Porque la vida no solo nos desafía con tormentas; muchas veces nos acaricia con la sutileza de una brisa, con la tibieza del sol en la piel. Pero si vamos todo el tiempo cubiertos, blindados, con el paraguas abierto aunque no llueva… ¿cómo podemos sentirlo?
Esa coraza que construimos para protegernos también puede limitarnos. Nos aleja de la energía vital, del contacto genuino con la vida y con los demás. Nos deja en un estado de alerta constante, evitando el dolor, sí, pero también evitando la posibilidad de encuentros reales, de conexión, de disfrute.
Entonces, tal vez hoy sea un buen día para preguntarnos: ¿de qué me estoy protegiendo? ¿Es real la tormenta o solo una posibilidad lejana? ¿Necesito este paraguas o puedo permitirme, aunque sea por un rato, caminar más liviano y sentir la vida en su plenitud?
Tal vez sea momento de cerrarlo, al menos por hoy, y dejarnos tocar por el sol.