Hubo una época en que el mundo fue un casete: se podía rebobinar y grabar. Antes del regreso utópico del disco (el vinilo entonces era un asunto del pasado), la década de los ochenta fue la primera en que tuvimos música portátil gracias a los walkman que cumplían una función vital: “Transformaban la realidad, le daban una banda sonora propia, una playlist, alteraban el ruido ambiente y lo reemplazaban por el que querías, dependiendo de tu ánimo y gustos”, escribe el autor chileno Alberto Fuguet en Ciertos chicos, su última novela recién publicada que merece un lugar destacado en nuestra saga de libros que hacen bien. En la tapa, una ilustración de la artista María Jesús Contreras los muestra: dos muchachos de espaldas en un vagón del subte, cada uno unido al otro por la extensión de un par de auriculares. Y aunque la mirada a la distancia pueda provocar pena o nostalgia por lo vivido, o lo no vivido, la moraleja es ruidosa: “Tienen una vida hacia atrás o quizá planes para adelante”.
Aunque la década condensó gran parte del horror a los dos lados de la cordillera, Fuguet encuentra en los discos, los libros, las revistas y las películas un resquicio de humanidad, sin caer en la retromanía ni el sentimentalismo. Con su oído absoluto y su prosa vertiginosa, narra las historias cruzadas de Tomás y Clemente, dos jóvenes santiaguinos que se cruzan, encuentran y desencuentran como fantasmas que deambulan por la escena contracultural de los ochenta. La novela desborda de impulso vital y hormona juvenil: si la atmósfera se vuelve asfixiante, los dos minos se las rebuscan para encontrar oxígeno aunque eso exija cruzar hasta Buenos Aires, donde Clemente visita la disco Palladium, el restaurante Edelweiss o la avenida Corrientes (“había chicos despiertos, lindos, ansiosos, cultos, libres en todas partes”) mientras Tomás se queda a esperar el paso del cometa Halley. Cópula y ensueño: una fantasía lúbrica sugiere que, más temprano que tarde, la dictadura se va a acabar.
La imagen fue inspiradora. Hace unos años, Fuguet capturó el momento durante un viaje en subte: “Vi a dos chicos compartiendo unos audífonos”, dijo al diario La Tercera: “Me pareció tan tierno y a la vez jugado. Eso de no tenerle miedo a sus afectos, de desplegar una cierta ternura en un carro de metro lleno de gente. Les tomé una foto. Y ese fue el big bang. Lo valiente de ese gesto, lo jugado. Y la duda de qué escuchaban. Había ahí una historia y a la vez era gracias a la historia que eso podía suceder”. De esa unión nace el deseo del amigo total, antes de que se invente el concepto del bromance, un tipo de relación que sume: “Cariño + confianza + hermandad + complicidad + eros + calentura + onda”. Mientras escuchan Modern English, Echo and the Bunnymen o New Order y anhelan aquello que no vivieron (“esperábamos la movida madrileña y nos llegó la somnolencia santiaguina”), ciertos chicos ponen tanto de su sangre, sudor y lágrimas que ofrecen la respuesta a la pregunta eterna de la literatura: “¿Pueden existir chicos como ellos y pueden existir historias reales que parecen ficción?”.
¿Y el café?
En un país copado por la urgencia del instantáneo (¡más del 90 por ciento del café que se toma en Chile es soluble!), la pausa llega a la once: entre las cinco y las siete de la tarde, el ritual de los millones que mezclan la merienda con la cena y el dulce con el salado, en versión latinoamericana de los más anglos brunch o teanner, y aunque la tradición imponga el té, un café bien batido consigue que suba la espumita.