A beber que se acaba el mundo

"Ya no hay afuera" es la última novela del autor argentino Haidu Kowski, quien cuestiona la salvación individual en el apocalipsis colectivo. La historia de padre e hija conviviendo en un monte a la espera de qué pasará: “Si acaso sobrevivimos, sé que algún día me dirá que aquel viaje, este viaje, lo hicimos para protegerla a ella de mí”.

Por Nicolás Artusi

May 27, 2024

Volver adónde, cuando esto es todo y no queda nada. Este todo es el monte, lugar al que huyen un padre y su hija de nueve años para escapar de una epidemia misteriosa y aunque ellos se alejan de las mutaciones de la ciudad, las muertes en masa y los hospitales atestados, aun en el paisaje abierto no pueden huir de un mal contemporáneo: los vecinos infumables. A medio camino entre la distopía existencialista y la comedia de costumbres, Ya no hay afuera, la última novela del autor argentino Haidu Kowski, cuestiona la salvación individual en el apocalipsis colectivo: para el forastero, el monte parece el epítome de la soledad pero el chuncano, aquel que nació ahí mismito, sabe que nunca está vacío y que la soledad es un invento citadino.

“El monte es un buen lugar para estar atrapados”, dice el padre con la prosa de Haidu, un fabulador extraordinario y conversador legendario. Si la pandemia reciente tomó la forma de un trauma social con intoxicación informativa en el que ya no hubo afuera, de esta epidemia novelada no se sabe demasiado: sus causas y efectos están siempre fuera de cuadro. En la huida, antes de que el desastre agarre al padre y su hija como en una novela de Richard Matheson, la duda filial alcanza al mayor: ¿y si en realidad tiene que cuidar a su hija de sí mismo? No es peor que cualquier otro padre, apenas algo indolente con la higiene o la dieta y con cierta facilidad para meterse en problemas, demasiado confiado en la creencia de que puede existir un lugar sin maldad donde criar a su hija: “Si acaso sobrevivimos, sé que algún día me dirá que aquel viaje, este viaje, lo hicimos para protegerla a ella de mí”.

Hay quienes dicen que el fin del mundo no llegará con un cataclismo de proporciones bíblicas sino que ya empezó: como diría el poeta, el apocalipsis es un lento degradé. El clima se va enturbiando en esta novela, que es también una fábula repleta de insectos y animales, hormigas, arañas, chicharras, perros, gatos y pájaros, tantos que hace falta listarlos en una taxonomía incompleta (calandrias, torcazas, palomas, horneros, chingolos…), pero todos con un comportamiento extraño, ligeramente corrido. ¿Qué mundo puede dejarle un padre a su hija cuando ya no haya mundo para dejar? Él detesta la ficción que romantiza el desastre (“nada le hace homenaje a lo que estamos viviendo”) y así el drama se vuelve casi naturalista. Según Ana María Shua, esta historia “se mueve en ese filoso límite entre el realismo puro y duro, la fantasía y la ciencia ficción, una combinación típica de la mejor literatura argentina”. Ante la catástrofe ambiental y la debacle social, la conclusión es evidente: el único futuro posible es uno con todos adentro.

¿Y el café?

“Me despierto al alba”, dice el padre que huye del apocalipsis: “Ver el sol que asoma por sobre el filo del monte mientras sostengo una taza de café, me pone feliz”. Con una dieta infantil basada en chocolatada y galletitas Oreo, el padre toma café acaso para estar despierto cuando llegue el desastre. Y aunque no le falten aparatos en la casa del monte, la que “algún día nos iba a servir como refugio contra el apocalipsis”, la posibilidad del exterminio hace que sea recomendable la práctica del café vaquero, campero o montés: los granos molidos van en una olla con agua al fuego. Se prepara sobre una llama abierta, con molienda gruesa y agua al punto de hervor. No lleva azúcar. Y aunque tomarlo pueda ser un ejercicio para valientes, la situación lo merece: a beber que se acaba el mundo.

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