En un futuro no muy lejano (¡para el año 2056 no falta tanto!), dos señoras se despiertan en un matadero bonaerense después de haber sido congeladas como Walt Disney. Una es la máxima superstar, reina del cemento, concrete angel, ícono pop de sensual delicadeza, filántropa inmortalizada por el mismísimo Andy Warhol; la otra es bailarina, secretaria, ¡directora!, señora de las señoras con carácter y fortuna seld-made que convirtió su propia vida en una operación artística y performativa a través del juego con la retórica del poder. En ¡Ay, mi Argentina!, la sensacional novela recién publicada de Rodolfo Omar Serio, Amalita y Ernestina se rebelan ante la distopía de una nación fragmentada y se proponen la misión ímproba: salvar el país.
Además de su gracia natural y su destreza en el dominio del lenguaje, otro de los atributos de Serio es su oído absoluto, no a la manera de Charly sino de Puig: como en Cae la noche tropical, el diálogo de las dos octogenarias devela un mundo. En este caso, uno indeseable: en tres décadas, la Argentina se habrá desmembrado, Buenos Aires será un principado y Amazon gobernará el planeta después de haber comprado la Reserva Federal, el Banco Mundial y la deuda de todos los países. ¿Puede pasar? Para que funcione, la distopía debe postular una existencia si no probable, posible: estas heroínas inconvenientes (las dos empresarias más poderosas de la Argentina durante el siglo XX) se unen en el espanto más que en el amor y se autopostulan como restauradoras del Antiguo Régimen: “Si no lo puede lograr una vieja de Recoleta, no puede nadie”, se animan. Ellas añoran un país que ya no existe, uno en el que las calles lleven sus apellidos y todavía se usen los trajecitos de Elsa Serrano.
“No se puede vivir en el pasado pero no siento que este presente me pertenezca”, dice una a la otra. Acaso sea cierto que, a pesar del berretín por lo nuevo o la vocación por el progreso, a veces haya que volver algunas cosas hacia atrás para avanzar. En ¡Ay, mi Argentina!, Serio sale airoso del desafío de imaginar esta aventura ficticia en un país que parece de ciencia ficción. Y si la novela se propone como una sátira acerca de las resortes del poder (“lo que quiero decir es que aunque tuvimos poder nunca fuimos ‘el poder’, ¿no te parece?”), su extraordinario uso de los diálogos convierte la obra en un sainete donde uno es testigo del cotilleo de dos viejas bichas que deponen los rencores y finalmente espera oír (¡leer!) que digan “acercate negra, cómo nos vamos a pelear, por favor, somos mujeres del espectáculo”.
¿Y el café?
No visité las oficinas de Loma Negra, la cementera de Amalita, pero sí trabajé en Clarín, el diario de Ernestina, durante casi quince años. En “la cuadra”, como le decían a la Redacción con inspiración castrense, el café estaba estratificado según jerarquías. Los colimbas periodísticos veíamos la máquina automática del pasillo como punto de peregrinación; los jefes compraban en el carrito, un kiosco ambulante empujado por Juan o por Basualdo que repartían jugo de paraguas entre los escritorios; y los dueños tenían un servicio de mozos uniformados que subían los espressos o los cortados hasta el inaccesible Cuarto Piso, donde la directora tenía un departamento montado al que sólo una vez pude entrar y admiré los mil tonos del rococó rosado.